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Mario Vargas Llosa, el fuego de la imaginación

Este último noviembre Mario Vargas Llosa publicó en Alfaguara, su editorial, un libro excepcional, El fuego de la imaginación, cuyo contenido abarca una vida dedicada a escribir sobre los otros, desde Gabriel García Márquez a Héctor Abad Faciolince. Una lista inmensa (el libro, preparado por Carlos Granés, tiene 789 páginas) que denota su generosidad de lector, su manera de ver venir a los nuevos y a los novísimos, sin desdeñar a los viejísimos y a los olvidados, con una pasión que no conoce fronteras; naturalmente, tampoco las fronteras ideológicas, porque, como en el dicho de Shakespeare, en su ámbito de curiosidad cabe todo el mundo.

Es un lector, y también escribe libros. En los aviones, artículo aéreo que detesta, se sitúa contra el pasaje, frente al cristal que da al vacío, y ahí lee y lee como si no existiera otro viaje que aquel que emprende a través de las páginas, hasta que llega al destino, que es también el de seguir leyendo. Aquel fuego de la imaginación que incluye todo lo que han escrito otras plumas es una crónica general de su mirada sobre los libros. Y sobre la vida, naturalmente.

Ahora su hijo Álvaro lo ha situado en Twitter leyendo la primera edición de Madame Bovary, la novela cuya lectura orientó su vida definitivamente en el torrente de la ficción cuando era aun un joven emigrante en París. Ante esa foto, a la gente le vino a la cabeza, en lugar del joven escritor que revivía una vieja experiencia de lectura, la imagen de un hombre mayor que ya lee como deletreando. Habían sucedido en el entorno algunos acontecimientos que volvieron a ponerlo en una palestra privada, extraliteraria, pero todos los que quisieron tratarlo así buscaron manera de cotilleo hasta en su modo de usar guantes, capucha u otros artículos contra las leyes del frío helado de Madrid de estos tiempos recios y recientes.

Poco antes de que apareciera aquella recopilación extraordinaria de su escritura sobre la obra ajena, Vargas Llosa publicó en la misma editorial su lectura de todas las novelas de Pérez Galdós, una a una, sin presumir de profesor ni de tratadista, ni siquiera de colega de don Benito. Otra vez era un lector, como antiguamente. Eso es lo que es, un lector que agarra un libro y no lo suelta y al final lo anota como si concluyera un examen que a veces hace también contra sí mismo. Los que lo quieren y los que lo quisieran en otra galaxia o inexistente, adujeron ante esa publicación progaldosiana normativas académicas y otras pegas contemporáneas, sin llegar al fondo (que es la superficie también) de su propósito: leer a Galdós como lo lee todo el mundo, sin hacer de las obligaciones sintácticas de la academia impedimento para decir lo que le diera la gana de un autor al que dedicó, con generosidad, un esfuerzo raro para un hombre que se acerca a los noventa.

Presentó el libro, en este caso, y los periodistas que fuimos a ver cómo lo explicaba en el Ateneo de Madrid lo tratamos como si estuviera en el estrado un principiante lleno de razones para ser considerado ya como alguien digno de abatimiento literario. Un tipo fuera de juego. Periodistas como cualquiera, como este periodista, sintieron que era hora de darle una lección al peruano, y le pusieron en el brete de explicar sus ligerezas o contradicciones. Él estuvo elegante, como es natural en él, pues no lo he visto nunca perder la compostura: escucha, sonríe y calla cuando no sabe a qué clase de esgrima lo están sometiendo.

Esa manera de tratar a Vargas Llosa, con él presente o lejano, ha dado igual, se ha mostrado también ante sus libérrimas (así deben ser, sería razonable) posturas políticas, que han pasado de ser de izquierdas a ser conservadoras, a veces tan radicalmente conservadoras como le ha dado la gana, pues nadie es dueño de la frontera que elige cualquiera para decir esto o lo otro en función de las libertades que le parecen mejores. Pero como viene de ser del otro lado ha recibido en esta otra frontera hasta en el carnet de identidad que, por cierto, también le permite votar en España.

Como no es de nuestra cuerda, se suele decir desde la izquierda, no lo leemos; es más, decimos que no lo leemos (¡ni los artículos!) porque ha dejado de ser de los nuestros, con lo cual la humanidad que ha decidido que sobre él debe caer el silencio (excepto para su vida privada, a la que le dan, precisamente, hasta en el carnet de identidad) asocia a Vargas Llosa con la cancelación de todos los valores, con lo que ahora significa la palabra cancelación precisamente.

Las recientes circunstancias de su vida personal (su abandono del hogar en el que convivía con Isabel Preysler, relación que ha terminado) han traído a la actualidad la suma de desdenes que, arbitrariamente, han caído en cascada sobre el autor de El pez en el agua (su libro, una autobiografía, más hermoso). Dictados por no se sabe por qué factor omnisciente de la literatura del cotilleo, dijeron que un cuento de hace dos años era su automoribundia amorosa, explicaron que estaba desamparado en su casa, recuperándose, le atribuyeron muertes chiquitas y resurrecciones inventadas, le empujaron a declaraciones que no hizo, o subrayaron medias palabras que decía bajándose de los coches para pisar la helada superficie de las calles. Lo persiguieron como si fuera un prófugo, al volver de noche a casa, para preguntarle siempre lo mismo. Ante cualquier cosa que dijera, aunque fuera buenas noches o adiós, le sacaban puntas en los variados telediarios sentimentales apoyados por la naturaleza de la especulación. Le inventaron de todo. Él no hubiera tenido, quizá, para inventar de ese modo sus novelas.

Ahora, esta misma semana, a este creador que es sobre todo un lector lo reciben en la Academia Francesa en un gesto excepcional para un escritor extranjero. Esto ocurre en homenaje a su literatura, a los valores que ha exhibido escribiendo y leyendo, al fuego con el que se ha empeñado, desde que era un muchacho que leía poemas de amor en libros robados a su madre, en ser ante todo un hombre herido por la literatura.

Ahora la herida que le aguarda cada día, en la prensa del corazón y también en la que simula no serlo pero que es igualmente del corazón de las tinieblas, es inicua, ruin, dictada por la más abyecta de las proposiciones: la que permite que la mentira sea verdad si nos conviene que sea verdad aquello que es invención o ruindad, o nada entre dos pobres panes, siempre que le agrade al que la espera o la utiliza.

Hasta allí, hasta ese dominio francés de la literatura, seguramente no llegarán las manías hispanoamericanas de cancelar a Vargas Llosa por lo que diga o por lo que haga, como si esa cancelación omnímoda lo esperara incluso antes de que diga cualquier cosa.

Decía Sergio Ramírez en un artículo que publicó en El País, en medio de las recientes batallas de admonición contra el Nobel. “No se es un buen o un mal escritor según las opiniones o identificaciones políticas, aunque causen desazón en algunos, y rechazo en otros. (…) Si no estoy de acuerdo con esas posiciones [políticas, en este caso], me irritan, y quisiera que el escritor Vargas Llosa pensara distinto, que pensara como yo pienso. Pero no por eso lo cancelo. La cancelación es reaccionaria, porque niega la libertad, y anula la divergencia. Estoy dejando de ser lector para convertirme en censor. O, peor, convirtiéndome en lector político, que sólo encuentra conformidad, no placer, en leer autores con los que me identifico”.

Ese saludable himno a la libertad de leer, y de escribir, naturalmente, ahora no se estila, y una de las víctimas de la presente oscuridad es el autor de El fuego de la imaginación, que acaso la gente no comenta por si es, en lugar de un libro de casi mil páginas, un artículo de prensa de unas mil palabras escrito por aquel al que han decidido no leer por si los contradice o convence.