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Editorial: Crímenes de Estado en Venezuela

En el tercer informe emitido desde su creación, en setiembre del 2019, la misión de las Naciones Unidas encargada de monitorear la situación de los derechos humanos en Venezuela llegó a un contundente y escalofriante veredicto: durante el período de análisis (desde octubre del pasado año hasta setiembre de este) los organismos de inteligencia del Estado cometieron “violaciones de derechos humanos y delitos constitutivos de crímenes de lesa humanidad, incluyendo actos de tortura de extrema gravedad, como parte de un plan diseñado por autoridades de alto nivel para reprimir a los opositores al Gobierno”.

Por desgracia, violaciones de tal índole no son una novedad bajo la dictadura de Nicolás Maduro, por mucho que se empeñe en dar otra impresión. Durante los últimos meses, el régimen ha realizado múltiples esfuerzos por mejorar su imagen, capitalizar la fatiga política de la población, introducir cierta racionalidad en la toma de decisiones económicas y hasta crear una burbuja de consumo suntuario que pagan en dólares los miembros de su nueva y dispendiosa burguesía. Pero nada de esto la aparta de su senda represiva; al contrario, se mantiene fiel a un patrón de irrespeto a los derechos más elementales de la población, incluida la integridad física.

Dos reportes previos de la misión, establecida por el Consejo de Derechos Humanos, al que se añade el actual, las han documentado con lujo de detalles. El primero de ellos se centró en las violaciones y delitos cometidos “en el contexto de la represión política selectiva, las operaciones de seguridad y las protestas”, frecuentes entonces. Desde ese momento indicó tener “motivos razonables” para considerar que algunos de los hechos documentados “constituían crímenes de lesa humanidad”.

El segundo exploró con detalle el sistema de justicia del régimen. Su conclusión general fue que este “contribuía directamente a perpetuar la impunidad de las violaciones de los derechos humanos y de los delitos, e impedía a las víctimas acceder a recursos legales y judiciales efectivos”. Más aún, “en ciertos casos, contribuía a la política de Estado de aplastar a la oposición”.

En esta tercera oportunidad, además de una exhaustiva investigación sobre lo que ocurre en el llamado “arco minero” de Venezuela, la misión se centró en cómo los servicios de inteligencia y seguridad del Estado, tanto de índole militar como presuntamente civil, incurren en delitos de lesa humanidad “como parte de un plan para reprimir a personas opositoras al Gobierno”.

Sus investigaciones les permitieron documentar 77 casos de torturas, violencia sexual y otros tratos inhumanos por parte de la llamada Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM). Entre tanto, el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) utiliza el siniestro centro de detenciones conocido como El Helicoide para torturar y maltratar a políticos opositores, defensores de derechos humanos, periodistas y manifestantes”. Y los crímenes de lesa humanidad “han tenido lugar en un clima de casi total impunidad”, dijo Robert Cox, uno de los investigadores.

Todo lo anterior deja en claro que las violaciones no responden a excepciones o desviaciones de los cuerpos de seguridad o sus miembros individuales; al contrario, son parte de una estrategia integral, cuya responsabilidad llega hasta la cúpula del poder. Esto las hace aún más inaceptables y revela que la naturaleza del régimen no ha cambiado. La presidenta de la misión, Marta Valiñas, además de reiterar que Venezuela sigue experimentando una “profunda crisis de derechos humanos”, pidió el cese de tales prácticas y la investigación y procesamiento de sus responsables.

Difícilmente, Maduro seguirá su consejo; más bien, protegerá, como hasta ahora, a los actores de la represión. Es una razón más, como también expresó Valiñas, para que la comunidad internacional siga “monitoreando de cerca los acontecimientos”. Su llamado debe ser oído, y la mejor forma de hacerlo es que el Consejo de Derechos Humanos renueve el mandato de la misión, que está a punto de vencerse. No hacerlo sería desdeñar su trabajo y, peor, reducir aún más las escasas protecciones de los venezolanos frente a la dictadura.

Las violaciones forman parte de un patrón del que son responsables las más altas autoridades de Venezuela. (FEDERICO PARRA/AFP)