En el verano de 1986 leí por primera vez «Crimen y castigo» y me enamoré de una camarera llamada Ernestina, que trabajaba en el hotel costero donde pasaba las vacaciones con mis padres. Ernestina tenía una belleza apremiante que los turistas ingleses miraban con ojos blandulones y viscosos, ojos de degenerados que me hubiese gustado pinchar con un alfiler y extraer limpiamente de sus órbitas, como si fuesen bígaros. Los ingleses, con sus caras de cangrejo recocido, andaban aquel verano muy creciditos, porque acababan de vapulear militarmente a Argentina en las Malvinas; y querían rematar la humillación con una paliza en el partido de cuartos de final del Mundial de Fútbol, que calentaban desde días atrás, atronando el hotel con