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El hombre de Rivera que habla de fútbol

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Entra al edificio por un pasillo de mármol, amplio, un poco oscuro. La luz del exterior irrumpe por unas ventanas verticales y largas de vidrio opacos. De lado izquierdo hay varios establecimientos de mercadería médica. Llega hasta unas escaleras pequeñas. Mira la hora en su teléfono portátil. Es temprano aún para la consulta con el médico que tiene agendada. Se regresa. Sale a la calle. Vuelve a ver la hora. Camina hasta una plaza lateral a la entrada del hospital. Dos mujeres conversan sentadas en una banca de cemento. Mira hacia atrás. Se detiene. Revisa el bolsillo de su camisa. Extrae unos papeles. Lo ve. Camina hacia una sombra bajo un árbol y se sienta. Toma agua de una botella que lleva en sus manos. Mira la hora. Beba agua. Se quita la mascarilla. Espera. Se la coloca otra vez. Pareciera no escuchar el trajín de los vehículos en la gruesa avenida Unos veinte minutos de espera. Un trago más de agua.

Ahora está sentado en una silla de metal cromado. Aguarda turno para que lo atiendan. Toma un sorbo de agua del envase que lleva en el bolsillo de la chaqueta. Un hombre alto y grueso, de abdomen abultado camina de extremo a extremo en la salita de espera. Techo elevado, pintura gris y ocre, bombillas macilentas. Tiene tiempo acá, le pregunta. Su respuesta en un gorgoreo inentendible filtrado por la mascarilla sanitaria que cubre parte de su rostro. En un cartel deslucido se lee Ecografías. Se abre una puerta ancha, de dos alas. Sale una mujer de bata verde. Empuja una silla de ruedas para discapacitados, lleva un hombre delgado camisa abierta que deja ver su camiseta. Entradas frontales de calvicie. Lleva muletas apoyadas en las piernas. La mujer coloca la andadera de ruedas pegada a la pared. A su ocupante parece que lo atendieron satisfactoriamente. Erguido, con una mirada atizada de entusiasmo, Juguetea con sus muletas. Su deseo de conversar es evidente.

El viejo que bebe agua al son de su ansiedad se conecta con el sillarodante

De qué le hicieron la ecografía.

De las venas en las piernas. Están más o menos. Estoy hospitalizado en el cuarto piso.

El hombre de las muletas, le alegra que alguien lo escuche. Y se empapa de confianza Suelta su palabra. Se anima. Destila alegría al contar su relato de vida. Sostiene que habita en habita en Rivera, una comunidad declarada zona roja por el Covid. Que tiene un mes en el hospital. Hace diez años le trasplantaron un riñón. Ya no sirve. Le hacen diálisis con frecuencia. Su esposa le donará otro para continuar viviendo. Habla de la dolencia como si relatara su asistencia como espectador en un partido de futbol entre El Nacional y Peñarol en Montevideo. El paciente sentado en la silla cromada al otro lado del pasillo solamente Escucha. Solamente escucha. Pareciera que le agradara el narrador que tiene al frente.

El hombre grandote de abdomen abultado atraviesa la línea de conversación en varias ocasiones. Caminar insistentemente seguramente es la forma acertada para desafilar el tedio de la espera. No le interesa oír nada. Tal vez, solamente los taladros de sus fantasmas en la cabeza, azuzados por la incertidumbre de la duda sobre su dolencia. Quizás. En aquella habitación de paredes altas y bombilla de luz macilenta, el aburrimiento como que cede terreno al relato. Y sigue la voz del narrador.

Hemos avanzado tanto en la medicina que si te falla el corazón, te lo cambian. Si son los pulmones que ya no respiran, te colocan nuevos. Si perdiste una pierna o brazo, te colocan nuevos y sales caminando del hospital. Claro cuando es la cabeza, sabe, eso sí que es difícil arreglarlo. Sufre mucho la gente atormentada. Sufren.

El hombre que transita copiosamente el pasillo insiste en volver polvo su tiempo de espera. Lleva las manos en sus bolsillos

La mujer de gorro y uniforme verde, se asoma a la puerta. Anuncia su turno al paciente que espera en la silla cromada. Ese que con su curiosidad incendió el bacanal de palabras. Casi le dice a la enfermera vestida de verde que el caminante llegó primero. Calla. Avanza a hacer a la evaluación del presentimiento sobre su salud. Recuerda la espera en el jardín del hospital. La botella de agua. Su consulta insistente de la hora en el móvil. El quita y pone de su mascarilla. Ya no le es tan agradable el narrador oral de Riviera. Solo oye ecos de su voz.


Alejandro Vásquez Escalona