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La siniestra historia del “asesino de Green River”, el hombrecito inofensivo que violó y mató a casi cien mujeres

Gary Ridgway al recibir la sentencia por el asesinato de 48 mujeres a lo largo de 20 años en Green River (Foto Josh Trujillo-Pool/Getty Images)

“Puse la mayor parte de los cuerpos en grupos, como si fueran racimos. Lo hice porque no quería perder de vista a todas las mujeres que maté”, explicó el hombrecito flaco, de apariencia amable y bonachona frente al tribunal. Lo dijo como si describiera la manera de trabajar que tenía en su taller de chapa y pintura.

Por infobae.com

Corría noviembre de 2003 y Gary Leon Ridgway llevaba casi dos años preso, desde que lo habían detenido hasta enfrentar el juicio en un tribunal del estado de Washington. Antes, durante 19 años, se había dedicado a matar mujeres – en su mayoría prostitutas – a lo largo de la Ruta 99, en el condado de King.

Primero las hacía subir a su auto, después las violaba y las estrangulaba. A veces, no todas, volvía a violarlas después de muertas. Los cadáveres terminaban diseminados en los bosques cercanos a la ribera del Río Green, al sur de Seattle. Por eso se lo terminó llamando – sin que nadie supiera quién era – “El asesino de Green River”.

En algunas ocasiones los enterraba, otras veces los ocultaba entre los arbustos, y en más de un caso simplemente los dejó tirados por ahí. Llegó al juicio acusado de 48 muertes, a las que se sumó una más después. Si se tuvieran en cuenta las confesiones que fue haciendo con el paso del tiempo, la cifra de víctimas orillaba las cien. Todas eran mujeres, la mayoría prostitutas de entre 15 y 35 años.

Desde su primer crimen, en 1982, hasta que lo detuvieron, habían pasado casi veinte años sin que nadie sospechara de ese hombre pequeño y apacible, veterano de Vietnam y trabajador esforzado, casado tres veces y con dos hijos, amable con los vecinos y activo feligrés de la Iglesia Pentecostal.

Nadie a excepción del sheriff Dave Reichert, que lo tuvo en la mira durante más de una década, llegó a interrogarlo en varias ocasiones y nunca dejó de sospechar de él, aunque jamás encontrara una prueba.

Solo se lo pudo identificar y detener cuando al olfato policial del sheriff Reichert se sumaron el recurso de una tecnología novedosa, la del ADN, y el inesperado aporte de otro asesino en serie, Ted Bundy.

Un pequeño gran monstruo

Ridgway nació en Salt Lake City, capital del estado de Utah, el 18 de febrero de 1949, segundo hijo de Mary Rita Steinman y de Thomas Newton. Su padre era conductor de ómnibus y su madre una ama de casa estricta, que dominaba a sus hijos y que se ensañaba especialmente con Gary porque siempre se hacía pis en la cama.

El chico se desquitaba maltratando – y matando – animales, y una vez, cuando tenía 14 años, trató de atacar con un cuchillo a un vecino de 6. La cosa no pasó a mayores porque el niño escapó a tiempo y la madre de Gary pidió las correspondientes disculpas.

En la escuela siempre le fue mal, no conseguía prestar atención. Además, la mayoría de sus compañeros lo miraba con desconfianza: no sentían simpatía por ese adolescente solitario, de hábitos extraños, que no se daba con nadie.

Así y todo, logró terminar la secundaria y se casó con la única compañera de colegio que le hablaba, Claudia Barrows. El matrimonio duró apenas un año y, después de la separación, Gary se enroló en la Marina. Pasó un año en Vietnam.

Volvió de alguna manera transformado, más sociable y sin arranques violentos. Quiso incorporarse a la policía pero lo rechazaron. Consiguió trabajo haciendo chapa y pintura en una fábrica de camiones.

Al mismo tiempo empezó a asistir a la Iglesia Pentecostal, de la que se transformó en un miembro muy activo, capaz de pasarse horas tocando los timbres de las casas para dar el mensaje del Señor.

Así conoció a Marcia Wislow, su segunda esposa, con quien tuvo a su hijo mayor, Matthew. Corría 1973, tenía 24 años y todavía no había matado. Marcia contaría después el mayor problema de Gary era la fuerza de su deseo sexual: quería tener sexo varias veces por día. Ella no.

Los siguientes nueve años, el futuro “Asesino de Green River” los pasó yendo de casa al taller de chapa y pintura, del trabajo a casa, de la casa a la Iglesia. Un ciudadano ejemplar que noche tras noche salía a buscar prostitutas para calmar sus ansias.

El asesino de Green River

A mediados de 1982, la policía empezó a encontrar cadáveres de mujeres – violadas y muertas por estrangulamiento – en los bosques cercanos a las orillas del Río Green, al sur de Seattle. Las víctimas eran mujeres que iban de los 15 a los 35 años y casi todas ejercían la prostitución en la zona, a la vera de la Ruta 99.

El caso alcanzó una dimensión tal que la policía local pidió ayuda al FBI. Se formó un grupo de trabajo de 55 personas – entre policías y agentes federales – para investigar las muertes y atrapar al asesino. Por la similitud del modus operandi desde el principio no hubo dudas de que se trataba de un solo criminal, un violador y asesino en serie.

“La línea de investigación apuntaba a un individuo que se dirigía hacia mujeres transeúntes que eran las víctimas perfectas, se subían al vehículo con discreción por no ser descubiertas”, explicaba por entonces el sheriff Reichert, que estuvo en la investigación casi desde el primer momento.

Para 1986, los cadáveres superaban la veintena y, aunque la policía detuvo e interrogó a varios sospechosos, pero ninguno era el asesino que buscaban. O eso se creyó, porque Gary fue detenido dos veces – una en 1983 y otra en 1986 – cuando se manejaba su auto de noche por la 99, evidentemente buscando una prostituta.

Lo interrogaron y lo dejaron ir. El tipo iba solo en el auto y además su aspecto lo ayudaba. Medía poco más de un metro y medio y pesaba 70 kilos. No les pareció que con ese físico fuera capaz de reducir y violar y estrangular a las mujeres.

El único que no le sacó los ojos de encima fue el sheriff Reichert. No sabía qué, pero había algo que no cuadraba en ese hombrecito de aspecto inofensivo. Le daba mala espina.

Mientras tanto, Gary se divorció de Marcia y en 1988 se casó con su tercera esposa, Judith Mawson, con quien tuvo a su segundo hijo.

Durante los siguientes 13 años siguieron apareciendo cadáveres de mujeres, siempre cerca de las orillas del Río Green, y los investigadores continuaron interrogando a nuevos sospechosos, siempre sin suerte.

El “perfilador” Ted Bundy

El caso alcanzó tal repercusión que interesó a otro criminal en serie de características muy parecidas a las del enigmático “Asesino de Green River”. Los dos verán violadores y asesinos de mujeres.

Ted Bundy había seguido las andanzas del asesino de Seattle por los diarios desde el corredor de la muerte de la cárcel de Florida, donde esperaba su ejecución. Decidió escribirle una carta al sheriff Reichert, ofreciéndole ayuda para capturarlo.

“No me preguntes por qué creo que soy un experto en el tema, solo acepta que algo sé de esto y empezamos desde ahí”, le decía.

Reichert contaría después que, al recibir la carta, pensó que Bundy estaba celoso de otro asesino en serie que le hacía sombra, pero decidió de todos modos ir a verlo.

En la entrevista, Bundy le dijo tres cosas sobre la personalidad del “Asesino de Green River”: que seguramente se lo tenía por un ciudadano común y corriente, que estaría orgulloso de sus crímenes, y que con toda probabilidad cada tanto visitaría los lugares donde había dejado los cuerpos de las víctimas para revivir la emoción.

El tiempo demostró que estaba acertado en las tres cosas. En el juicio, Gary Ridgway reconoció incluso que algunas veces había visitado los escenarios de sus crímenes acompañado por su hijo menor aunque, claro, sin decirle por qué lo llevaba ahí.

El ADN y la captura

Para 2001, las pruebas de ADN comenzaron a generalizarse en las investigaciones policiales de los Estados Unidos y el sheriff Reichert decidió apelar a esa nueva tecnología tan prometedora. Estaba seguro que comparando una muestras de Ridgway y de algunos otros sospechosos con la evidencia que la investigación había recogido en los cuerpos de las víctimas podría identificar al “Asesino de Green River”.

Las muestras de semen encontradas en las mujeres más la evidencia que tenía la policía dio el nombre que estaban buscando: Gary Ridgway.

Lo detuvieron en su casa el 30 de noviembre de 2001 bajo cuatro acusaciones de violación y asesinato: los crímenes de Marcia Chapman, Cynthia Hinds, Opal Mills y Carol Christensen, en cuyos cuerpos se habían identificado muestras de semen de Ridgway.

Poco después se sumaron otras tres acusaciones. En las escenas del crimen de Wendy Coffield, Debra Bonner y Debra Estes se habían encontrado manchas de pintura que coincidían con la que Ridgway utilizaba en sus tareas como pintor de camiones.

En los meses siguientes, el asesino indicó los lugares donde había dejado los cuerpos de otras 41 víctimas. Llegó al juicio acusado de 48 violaciones seguidas de muerte pero en el transcurso del proceso se agregó una más.

Confesiones ante el jurado

Durante el juicio, Gary Ridgway se mostró siempre frío y casi indiferente sobre lo que ocurría a su alrededor. Sin embargo, a la hora de declarar, no escatimó detalles sobre sus crímenes.

“Maté a tantas mujeres que ya ni podía llevar la cuenta. El plan era asesinar a todas las que yo considerara prostitutas, porque sabía que podía matar a tantas como quisiera sin que me agarraran. Nadie denunciaría sus desapariciones”, explicó somo si estuviera relatando su método para pintar camiones.

“Otra parte de mi plan fue el lugar donde coloqué los cuerpos. Les quité la ropa y objetos personales para no dejar evidencia de quienes eran y así resultaría más difícil su identificación”, se explayó.

Llegó a confesar más de 90 crímenes, pero solo 49 pudieron tratarse durante el proceso porque en los otros casos dijo que no recordaba dónde había dejado los cadáveres. Y sin el cuerpo del delito no se podían sumar a la acusación.

El 5 de noviembre de 2003, escuchó la condena: 49 cadenas perpetuas, a cumplir en la Penitenciaria del Estado de Washington. Las confesiones evitaron que lo sentenciaran a muerte.

Durante todo el proceso, Gary Ridgway habló en tono monocorde y escuchó a los testigos como si no estuvieran hablando de él. Nada parecía interesarle.

Solo una vez mostró alguna emoción. Fue al escuchar al padre de una de sus víctimas, en lugar de tratarlo de monstruo como habían hecho otros, le ofreció su perdón.

“Señor Ridgway, aquí hay gente que lo odia. Yo no soy una de ellas. Ha hecho que sea difícil cumplir con mis creencias. Dios dice que debemos perdonar, y usted está perdonado”, le dijo Robert Rule, mirándolo a los ojos.

Y entonces “El Asesino de Green River” lloró.