La secuela de 'Un nuevo universo' se consolida como un raro prodigio destinado a rescatar el universo Marvel y alrededores del tedio, la repetición y hasta el sentido común
De todos los logros (comerciales, artísticos y hasta psicodélicos) de la película de 2018 con la que Spider-Man, uno y trino, resucitaba de repente, lo más gozoso era asistir a la fundación desde la nada de un espacio de creación original, explosivo y con sus propias reglas. El espectador era literalmente impelido a repensar todo lo que hasta ese instante había contemplado sea en la animación --un mundo cada vez menos acomplejado y más ambicioso-- sea en lo que a los superhéroes se refiere --un universo cada vez más cerca del atasco--. Lo conseguido por el trío formado por los debutantes Rodney Rothman y Bob Persichetti y el responsable de la brillante El origen de los guardianes (2012) Peter Ramsey (todos, eso sí, bajo la batuta del guionista Phil Lord) se parecía bastante a un hallazgo. Y eso, en un tiempo más bien cínico como el nuestro, se antojaba de golpe como el mejor antídoto contra la melancolía, que es de lo que se trata.
La secuela donde los directores de antes son ahora productores ejecutivos no sólo limpia, fija y da esplendor a la predecesora, sino que, un paso más allá, consolida ese recién fundado territorio estético, llamémoslo así, y lo transforma en un nuevo referente. Los esta vez responsables (Joaquim Dos Santos, Justin Thompson y uno de los nombres detrás de la maravilla de Pixar SoulKemp Powers) aciertan a convertir la pantalla en un laberinto cerca del infinito donde las retinas son convocadas a una especie de aquelarre que igual llama al futuro del cine que vendrá que se solaza en la nostalgia de los viejos cómics con la mancha de puntos en cuatricromía. La historia recupera a un cada vez más crecido e insolente Miles Morales --que no es otro que el adolescente afroamericano que el guionista Brian Michael Bendis concibió a imagen, gloria y semejanza del mismísimo Barack Obama-- y lo coloca de frente a una Gwen Stacy reconvertida en un Spider-Woman feministamente feroz como primera multiplicidad de todas las que vendrán.
Spider-Man: Cruzando el Multiverso tiene mucho de celebración de la propia mitología del superhéroe, pero siempre desde la consciencia de su universalidad, de su esencia pop. Es una película que apela al creyente y al pagano, al convencido y al displicente, al que se sabe hijo de Marvel y al que ya no puede más con las supercosas que vuelan. En las primeras escenas completamente desestructuradas, fractales incluso, la película establece el libro de estilo y piedra de toque. Los directores lanzan el mensaje al público de que no se trata tanto de seguir el hilo o argumento de una historia como de transformar el modo de la narración en la propia historia. Lo que importa es asistir al espectáculo de cómo el frenesí, la culpa (Spider-Man es básicamente una fábula sobre la responsabilidad), la fiebre y la redención, todo junto, adquieren la textura misma del dibujo sobre la pantalla. Spider-Man: Cruzando el Multiverso se crea y se aniquila en cada fotograma (si es que aún tiene sentido seguir hablando de esta unidad básica de la imagen en movimiento) como, en efecto, un milagro. O casi. Tampoco hay que exagerar.
Si se echa la vista atrás, el multiverso nació con una doble función. Por un lado, y en positivo, el concepto de marras hacía suyos los postulados más básicos de la vulgarización de las teorías cuánticas asociadas a la crisis redundante y eterna del relato clásico. El gato de Schrödinger como mascota del Joyce. Por otra parte, pocas estrategias de marketing tan ocurrentes. Y efectivas. De golpe, lo que antes solo tenía una ventanilla de venta, ahora se vende en kioskos, supermercados y hasta en los semáforos. El cliente siempre puede ser engañado y más cuando tiene razón.
Pues bien, lo que consigue ahora Spider-Man: Cruzando el Multiverso es dar sentido desde la más jovial ironía a todo lo anterior, jugar con ello, enfrentar la idea misma de multiverso a cada una de sus muy divertidas contradicciones. Manda un Spider-Man (Morales que ya no Peter Parker) pero aquí juegan todos los spidermen posibles: desde un Spider-Man indio localizado en un Mumbai de 2033 a otra Spider-Woman colérica, extremadamente cool y embarazada, pasando por el más irresistible de todos ellos: Spider-Punk. Esos además de los Spider-porkies, los Spider-dinosaurios y los que de lejos parecen moscas, que diría Borges. Caben todos y todos se someten a las mismas reglas rectoras (el canon, que sostiene Miguel O'Hara, el más serio de todos ellos) que son las constitutivas del mito y que, brillante ocurrencia meta, se hacen explícitas. Es decir, y aquí de nuevo el milagro, el mito se hace consciente de sí mismo.
Un párrafo como mínimo, aunque sea corto, merece el supervillano: The Spot. Su característica no es otra que servir de agujero de gusano de un universo a otro: él es la llave de la propia historia que se cuenta en la película y la posibilidad cierta de su destrucción. Apurando la metáfora, se podría decir que el malvado de la película, como la mancha que es, no es otro que ese tipo pesado que siempre se empeña en destripar las historias bombardeando cada conversación con spoilers. Y ahí, de nuevo, el chiste tan propio de los guionistas Phil Lord y Christopher Miller (los padres de La LEGO película) como la certeza de que, ahora sí, los superhéroes han muerto... Vivan los superhéroes. Ah, y por supuesto, To be continued.
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