Chile
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La sala de clases que necesitamos

Para tener mejores aulas de enseñanza debemos, primero, repensar la escuela, recuerdan en columna para CIPER dos académicos expertos en Educación: «Solo una escuela que no sucumbe al tiempo de la productividad permitirá pensar una sala de clases como espacio de posibilidades; integral, inclusivo, crítico y de amor.»

La siguiente columna continúa los planteamientos de uno de los autores en texto publicado previamente en CIPER-Opinión: «La escuela que necesitamos».

 

  En agosto se realizó en Chile el Congreso Pedagógico y Curricular impulsado por el Ministerio de Educación, un encuentro de primera necesidad que buscaba construir acuerdos en torno al currículum escolar en torno a las preguntas clave de qué, cómo, cuándo y dónde aprender. Son preguntas que nos permiten pensar en la sala de clases que necesitamos.

Quienes trabajamos con Educación debemos volver a hablar de una pedagogía sin apellidos, retomando lo que creemos debe ser una experiencia de aula; sobre todo luego de una pandemia, de un proceso constitucional en curso y de una vida que a veces nos parece que corre a toda velocidad. Se trata de una tarea compleja en un contexto en el que la escuela siempre parece ser culpable de algo, por lo que proponemos situar el análisis en dos niveles: qué escuela hemos construido hasta ahora, y cuál es la que debemos construir hacia el futuro.

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La escuela que hemos construido está marcada por la racionalidad económica; debe competir con otras escuelas para atraer estudiantes y rendir anualmente en pruebas estandarizadas que categorizan instituciones con la posibilidad de cierre [ver “Y después del SIMCE, ¿qué camino seguir?”asumen roles gerenciales y en las que los recursos dependen de la asistencia a clases. Todo esto en contextos de segregación, con predominio de prácticas punitivas y con el protagonismo de privados para decidir administrativa e incluso pedagógicamente en el ámbito escolar. No es casual el conjunto de repertorios y narrativas que se han instalado en nuestras escuelas: indicadores, excelencia, rendimiento, oferta, demanda, ensayos, captación de matrícula, etc.

Esta escuela construida posibilita una pedagogía a su medida y promueve una sala de clases reducida. Pero pensamos además que las mismas escuelas no están de acuerdo con esta construcción, pues en ellas se funciona con pensamientos implantados y asumiendo racionalidades ajenas. Así, ¿es posible encasillar la realidad en esquemas preestablecidos de tipo taxonómico o procedimental? La escuela debe pensar como la Agencia de Calidad, debe pensar como el Mineduc, debe pensar como la Superintendencia de Educación y debe hacer suyo el ideario de cada gobierno [GARRIDO-FONSECA y SALINAS-CARVAJAL 2022]. Porque la escuela siempre es sospechosa de algo. Siempre parece estar haciendo las cosas mal. Porque parece que debemos reducir la escuela para entenderla (o la reducimos, porque no la entendemos).

La escuela construida se aleja así de aspiraciones pedagógicas a costa de su propia voluntad [ver “¿Cómo entender la persistencia del Ministerio de Educación con el SIMCE?”, en CIPER-Opinión 24.04.2021]. Pero los profesores saben que la escuela es el lugar de la palabra, de la presencia, de lo inmaterial, de los gestos mínimos. Es otro tiempo y es otro espacio. Es una clase de singularidades, multiplicidades y entretejidos. Una organización con bisagras; escapada de todo intento de reduccionismo.

Pero no basta con aquello: hay que seguir el itinerario prescrito a pesar de las preguntas que circulan. Por ejemplo, ¿Cuáles son los sustantivos críticos de una escuela?; ¿Cuáles debiesen ser los cambios curriculares, sociales, económicos y políticos que debiesen darse (en lo social y no solo en la escuela) para afectar la estructura profunda y no superficial de la práctica educativa?; ¿es posible una práctica de las diferencias, la singularidad cuando el sistema educativo se ciñe por conceptos como competencias, productos, resultados?; ¿es posible promover aprendizajes en un sistema que promueve rendimientos?

Por eso debemos preguntarnos: ¿Qué escuela debemos construir?

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Antes que todo, a futuro debemos construir una escuela lenta, que asume la lentitud como el radio de aprendizaje más obvio y el espacio más natural de un fenómeno social tan complejo como educar(se).  Como dice el profesor Carlos Skliar, el aprender es un darse cuenta que no puede formalizarse en tiempos estandarizados de productividad. Esto implica un currículum escolar abordable, pensado, digerido; y no uno que deba «pasarse», sino que ser transitado.

Una escuela generosa con la música, con el arte, con el deporte. Aprendizajes relevantes porque abren otras dimensiones, otros propósitos y otros gustos; que no siempre son validados en entornos regulares de aprendizaje. Son justamente estas actividades las que contribuyen a la expresión de emociones, apreciaciones e interpelaciones, las que abren formas de pensar y sentir, las que otorgan equilibrios y valores tales como el compañerismo.

Una escuela con una identidad comprometida, que en el contexto actual apunta a lo más humano. ¿Cómo hacer una pedagogía que no hiera; una pedagogía del cuidado y de mirada limpia; una clase bella que da lugar y que da voz; deshilvanada de prejuicios; abierta; desatada de nudos y exenta de únicas formas?

Debemos construir una escuela que permita una pedagogía de lo público. Para eso, es esencial un sistema educativo que vuelva a hablar de pedagogía y de encuentro pedagógico, que inste antes a pedagogo/as que a gurúes educativos y fans del coaching. Una escuela en que se hable más de enseñanza y menos de aprendizaje. Construir una escuela sin exclusiones, que posibilite el encuentro democrático y una educabilidad que colective valores públicos. Una escuela como espacio sensible: que juegue, ríe, dance, hable y escuche, cree y llore. Que admita a cualquiera, frente a sujetos siempre en posibilidad de cambios, a extraños y extrañezas para remirar lo que no se ve.

Una escuela dispuesta a transitar por antinomias (lo bello y lo feo, lo terrible y lo hermoso, lo verdadero y lo falso), que pueda crear escenas y experiencias como un viaje que lleve al alumno a remirar el mundo y sus rituales, sospechando, curioseando, leyendo y escribiendo, escuchando y sintiendo, sin reducir el lugar ni la tarea de la escuela. Pues solo una escuela que no sucumbe al tiempo de la productividad permitirá pensar una sala de clases como espacio de posibilidades; integral, inclusivo, crítico y de amor.

El aula que necesitamos requiere, en definitiva, de otra escuela, que pueda ubicar otros posicionamientos para entender el currículum, la pedagogía y la educación. El reciente Congreso Pedagógico y Curricular impulsado por el Mineduc fue, creemos, un primer paso para repensar colectivamente la educación que precisamos como país.