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La rebelión de la brújula

Uno de los hechos más llamativos de nuestro tiempo es la notable disparidad entre una serie de datos objetivos, a la luz de los cuales los seres humanos nunca hemos vivido en un mundo mejor que este, y la sensación, ampliamente extendida, de que las cosas van de mal en peor.

Si bien hay críticas fundamentadas a los trabajos de autores como Hans Rosling o Steven Pinker, por los sesgos con que construyen, seleccionan o presentan sus estadísticas, me parecen inobjetables las tendencias positivas que documentan en distintos ámbitos.

No menos real, sin embargo, es el hecho de que, en el mundo, incluso en las sociedades con mayores niveles de “bienestar”, cunden las que François Dubet llama “pasiones tristes” y reina, en palabras de Martha Nussbaum, una “monarquía del miedo”. Una realidad que no creo prudente despachar aduciendo que si nos sentimos mal es porque estamos mejor y nos hemos vuelto más exigentes y quejosos, y que tampoco puedo explicar con la gastada referencia a Freud y su “malestar en la cultura”, por una sencilla razón: la culpa no es, para nada, la principal emoción que pesa sobre nuestro ánimo.

La sensación es otra. Para empezar, una mezcla de prisa y sin sentido. La intuición, que tanto nos esforzamos por acallar, pero que sangra en el fondo de cada cual, de estar constantemente corriendo hacia ninguna parte. El problema no es, como versara Antonio Machado, que sintamos que “no hay camino”. Es que tampoco pareciera haber un algo, alguien o un adónde hacia el cual dirigirse. Y quien no va hacia ninguna parte tampoco puede extraviarse. La brújula le resulta inútil. Solo el reloj, vicario del dios Cronos, lo rige. Es ese aparato, más que ningún otro, el que hoy gobierna el mundo.

La hegemonía del reloj se sostiene sobre nuestras actuales condiciones tecnológicas y culturales. De lo primero ha dado cuenta, mejor que nadie, Paul Virilio. Las tecnologías de la información y la comunicación debilitan la noción de espacio, desmaterializando la ciudad (teoriza sobre un “sexto continente”, virtual, una colonia a la que nos hemos exiliado, en la que, a la línea del horizonte la ha sustituido la de la pantalla) y acelerando nuestra percepción del tiempo.

Progreso y catástrofe son dos caras de una misma moneda, dice Virilio, porque el accidente y la velocidad están correlacionados; una verdad que la propaganda del progreso oculta.

Convencidos de que el tiempo es dinero y la velocidad es poder, los ayatolas del nuevo centro espiritual del mundo, Silicon Valley, inscriben en las fachadas de algunas de sus empresas y mobiliario urbano el mantra: “El tiempo es diabólico, pero la velocidad es divina”.

La dimensión epistemológica de este culto a la aceleración es el “dataísmo”, así nombrado por David Brooks, pero más desarrollado por Yuval Noah Harari, quien lo celebra como fase final de nuestro proceso de divinización, y por Byung-Chul Han, quien, en cambio, lo critica por su fuerza deshumanizadora.

Para Han, hay una relación directa entre el dataísmo y la actual crisis de sentido. Subraya que los seres humanos construimos el sentido a través de la narración, esencialmente distinta a la mera adición datísta. Una permanente cuantificación sin reflexión que explicaría por qué hoy, ahogados en datos, carecemos, a la vez, de la información que sobre su base podría articularse, del conocimiento que con esa información podría construirse y de la sabiduría que con ese conocimiento podría cultivarse.

Toscamente creemos encontrar la verdad en el “dato puro”, obviando algo que sabemos desde Popper: que no hay dato preteórico, porque no hay pensamiento, ni percepción inteligible, sin lenguaje.

El despropósito no acaba ahí. Supuestamente, con la velocidad ganaríamos tiempo, pero la producción y emisión permanente de imágenes y sonidos, a cada vez mayor rapidez, paradójicamente nos quita el tiempo de reflexión para comprender y discernir, para pensar, y para distinguir lo verdadero de lo falso.

Cierto, ya no hay que ir a la oficina de correos por la correspondencia, pero son horas las que se nos van descargando la bandeja de e-mails. Fagocitación de nuestro tiempo que es cualquier cosa menos azarosa, en esta, la economía de plataformas o de la atención, en la que luego, cuando ya es demasiado tarde, sobre todo en los funerales, con Miguel Hernández no nos perdonamos “la vida desatenta”.

Además de las tecnológicas, hay condiciones culturales detrás de esta preminencia del reloj por encima de la brújula. La falta de sentido duele. Pesa. Viktor Frankl advirtió de la profunda “voluntad de sentido” que tenemos los seres humanos y de la relación entre la neurosis masiva de nuestro tiempo y el vacío existencial.

Quien más que citarlo haya leído de verdad a Nietzsche sabe que el grito “Dios ha muerto” en La gaya ciencia, no es de celebración sino de angustia. No es esta, conviene aclararlo, una nostalgia religiosa que pueda menospreciarse con arrogancia laicista. En palabras del nada devoto Theodore Roszak “sufrimos una claustrofobia psíquica dentro de la cosmovisión científica”. La “jaula de hierro” del mundo desencantado de la modernidad, de la que antes escribió Weber.

Pues bien, una forma de gestionar ese vacío es obviándolo, distrayéndonos, llenándonos de ocupaciones. Llenamos de actividades la agenda para que no quede tiempo para plantearse la ruta. Mirando siempre el reloj evitamos volver a ver la brújula. No hay tiempo para cuestionarse los porqués ni los para qués. La nueva autoridad frente a la que se declina el juicio ético es el tiempo, la productividad, una evanescente noción de éxito que es el tirano internalizado de la sociedad del rendimiento, en la que nos sentimos libres autoexplotándonos.

El “camino” es una metáfora de la vida humana desde tiempos antiguos en muchas tradiciones espirituales. Pero caminar no es deambular, por más rápido que se haga.

No es casual que errar signifique tanto equivocarse como deambular. Sin una causa, inmanente o trascendente, pero que esté más allá de uno, nos perdemos. “La vida humana”, escribió Ortega, “por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo (…). Se trata de una condición extraña, pero inexorable, escrita en nuestra existencia. Por un lado, vivir es algo que cada cual hace por sí y para sí. Por otro lado, si esa vida mía, que solo a mí me importa, no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin forma”.

Ese extravío personal, señala Ortega en medio de la rebelión de las masas que encarnaron tanto el bolchevismo como el fascismo, tiene una deriva colectiva: “Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. Todos los imperativos, todas las órdenes, han quedado en suspenso. Parece que la situación debía ser ideal, pues cada vida queda en absoluta franquía para hacer lo que le venga en gana (…). Pero el resultado ha sido contrario a lo que podía esperarse”.

El resultado ha sido la barbarie incubada, según Adorno y Horkheimer, en el despliegue de una razón instrumental desentendida de los fines, ocupada solo en cómo hacer las cosas más eficientemente, sean vehículos en una planta de Detroit o cadáveres en Auschwitz.

Una racionalidad empeñada, además, en romper con la tradición (olvidando que los seres humanos somos, por encima de todo, herederos, y que la auténtica inteligencia se alimenta de razón histórica y memoria del error) y en debilitar los lazos comunitarios de los que esa tradición es argamasa.

No en vano la soledad y el anhelo de comunidad ensombrecen nuestras vidas actuales tanto como la prisa y el sin sentido. Aciertan Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, y David Riesman, en La muchedumbre solitaria, en caracterizar al hombre masa (que, a la postre, se unirá al rebaño detrás de führers y duces) como un individuo aislado, desarraigado.

He ahí la impostura, el miserable desperdicio de vida en que estamos incurriendo, mirando con desprecio a nuestros ancestros y creyéndonos que, ahora sí, somos libres.

Lo cierto es que, como dice Ortega, “librada a sí misma, cada vida se queda en sí misma, vacía, sin tener qué hacer. Y como ha de llenarse con algo, se finge frívolamente a sí misma, se dedica a falsas ocupaciones, que nada íntimo, sincero, imponen. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberíntico. (…). Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo esta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar sólo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de sí”.

No seré yo, desde luego, quien diga cómo podríamos volver a hacer comunidad en esta, nuestra época de condominios y “periódicos” personalizados en el Daily Me del timeline de cada cual.

Menos aún, me atrevería a fijar fines últimos, personales o colectivos. Pero sí tengo claro que tanto individualmente como de forma colectiva, no saldremos de la pavorosa desorientación reinante a menos que nos sumemos a la rebelión de la brújula y, como los mejores mediocampistas, bajemos la bola al suelo, pausemos el ritmo, levantemos la vista, nos reagrupemos y recuperemos el juego de conjunto. Es eso, o seguir haciéndonos selfis y estupideces en TikTok. En palabras de Neil Postman, “divertirnos hasta morir”.

tavoroman@gmail.com

El autor es abogado.

Tanto individualmente como de forma colectiva, no saldremos de la pavorosa desorientación reinante a menos de que nos sumemos a la rebelión de la brújula.

Tanto individualmente como de forma colectiva, no saldremos de la pavorosa desorientación reinante a menos de que nos sumemos a la rebelión de la brújula. (Shutterstock)