Ecuador
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El gran poeta que el COVID se llevó

Lo recuerdo vestido con su indumentaria clásica: guayabera blanca, el infaltable sombrero de paja toquilla y bajo el brazo, como si fuera un arma y un par de libros.

Ganador del Premio José Vasconcelos, Rodrigo Pesántez Rodas se dedicó a la poesía durante más de sesenta años, desde 1961, cuando publicó su primer libro, Sonetos para tu olvido. Desde entonces, no dejó de escribir ni publicar, no solo poesía, sino decenas de obras de crítica literaria, investigación, ensayo y antologías. Al igual que grandes de la literatura como Darío y Whitman, pensaba que solo el arte puede cambiar el mundo y salvar a la humanidad.

¿Cómo era Rodrigo Pesántez Rodas?
Rodrigo era delgado como un lápiz, transparente como la espuma, desarraigado de la multitud de los chécheres que hacen de la vida una rutina. Solo vivía para y por la poesía. Era un caballero andante de las calles de Guayaquil, un quijote de las letras, un llanero solitario de la literatura ecuatoriana.

Pareciera que hablase de él la descripción del Quijote: «Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro». Así era, igualito, y necio. Nunca hizo caso de las voces que le decían que «la poesía no vende», que «no es comercial», que es la «gran cenicienta de la literatura», que «son malos tiempos para la lírica». Cultivó la poesía como un labriego por más de sesenta años, desde 1961, cuando publicó su primer libro, titulado Sonetos para tu olvido, que consta de doce poesías. De ahí en adelante, no dejó de escribir ni publicar con denuedo, ni de investigar, porque atesoraba las bibliotecas, los incunables, los libros raros y complejos para mostrarnos su Visión y revisión de la literatura ecuatoriana; para escribir Panorama del ensayo en el Ecuador; para realizar estudios históricos, estilísticos y críticos sobre la vanguardia en el Ecuador hasta el 50, que lo llevó a rescatar un documento valioso de nuestra literatura: la revista Motocicleta, del revolucionario poeta Hugo Mayo, y para revalorizar con antologías a sus pares, con una generosidad, solidaridad y justeza nunca vistas con sus compañeros de arte, sin esperar ninguna regalía, ni siquiera la normal compensación de la gratitud manifiesta.

¿Cuáles son los valores de la poesía de Pesántez Rodas?
Rodrigo tiene una poesía honesta, auténtica, impactante en sus aciertos poéticos. Comulga con la confesión de fe de Rubén Darío cuando este, en Voces profanas, afirma que «ser sincero es ser potente». La poesía de Rodrigo Pesántez es vigorosa, nacida de sus entrañas, de sus vísceras, en la que sus recursos literarios son la ironía, el humor y el sarcasmo como armas para desestabilizar, para asombrar al lector.

El uso sabio de esa ironía, de la burla antisistema, de la crítica al establishment, el empleo de la risa como una fuente liberadora, como una catarsis convierten en un goce estético su poesía. Se ríe incluso de sí mismo. En uno de sus poemas afirma que los gusanos van a hacer arroz con pollo con su cuerpo. Y en Indisciplina, asegura que habrán de verlo en el juicio final muerto de risa. Pasa de lo solemne y elevado a la cháchara, a la burla, a la risa despiadada.

Trata la cotidianidad con soltura, con desenfado, la desnuda, la desacraliza. Es el arquitecto de lo diminuto, de la belleza de las pequeñas cosas, de lo ligero, liviano y fugaz.

Me gustan las alfombras viejas,
los platos rotos,
las agujas desgastadas,
los discos rayados
y los recuerdos que ya no estremecen.

Mis golosinas
Su poesía brota del lenguaje onírico de los sueños, a veces filosófica como La llave, en que el yo poético se coloca frente a la muerte y el misterio de la eternidad. «Lo único que puede redimirnos es la poesía», sentencia Pesántez Rodas, y con esta idea vuelve a hermanarse con el pensamiento de Darío, quien creía que «solo el arte puede salvarnos», y de manera indirecta con el gran poeta norteamericano Walt Whitman, cuando reclama: «No dejemos de creer que la palabra y las poesías pueden cambiar al mundo».

Poesía que comunica
Su poesía tiende puentes, comunica al lector, informa emociones, sensaciones como un rayo, como un chispazo que conecta inmediatamente con nuestra sensibilidad. Nos asombra con sus despiadadas verdades, nos apabulla con el uso filudo de la ironía, nos emociona con la belleza de las imágenes («El tren lleva vagones de paisajes rodantes»), deja sembrado en nosotros el toque poético que logra a través de originales metáforas que se arman como un rompecabezas, como una repetición, como un juego, como una forma de romper con la lógica, que explota con acierto:

La poesía no es palabra
es la palabra
que sube a veces cuando la cuesta al
amor nos cuesta.

Rodrigo cultivó la poesía libre, los antipoemas, sonetos, epigramas, elegías, cartas. No le importaba el recipiente. Pensaba: «El poeta no escoge ni los metros ni los ritmos. La poesía viene con su propia indumentaria».

Federico García Lorca decía que la poesía no necesita adeptos, necesita amantes. Y Rodrigo fue un gran poeta a quien la poesía se le daba fácil, se le entregaba como amante enardecida, por su enorme y profuso talento, cuando suele ser tan mezquina, obtusa y arisca con otros.

El 2 de abril de 2020 se marchó como si nada, atravesado por los ríos de las muertes y los ataúdes sombríos, preso de las tinieblas oscuras que nos apuñalan el alma. Todo fue rápido: pocos días, una gripe, problemas pulmonares, asfixia y luego el gran silencio, el vacío.

Circunstancias de su muerte
Una de las cosas, entre tantas, que hay que lamentar de estos tristes años de la peste es la precipitada muerte de este gran poeta. Rodrigo no murió porque quiso. Lo dejaron. Anduvo, como miles, en procesión por clínicas y hospitales, llamando como tantos a un inútil 911, buscando desesperadamente atención médica en esos espantosos primeros tiempos de la pandemia. No la encontró, no se la dieron. Tenía 83 años, era viejo. Y como se sabe, como suele suceder, en épocas de crisis se elige, quizás inconscientemente, a los que tienen más chance de vivir: los jóvenes.

Pero aquí, en estas líneas, quiero dejar constancia de que Rodrigo quería, ansiaba vivir porque aún tenía mucho que decir, mucho que escribir, aunque, es verdad, había escrito bastante. Era un surtidor, una fuente inagotable de su vena poética. Tanto, que no solo produjo más de quince importantes libros de poesía, sino decenas de obras de crítica literaria, investigación y ensayo; decenas de antologías en las que resalta el trabajo literario de sus pares. Fue gestor cultural y promotor de las letras del Ecuador en nuestro país y el extranjero; profesor de literatura en la Universidad de Guayaquil, por más de cuarenta años, en donde sembró en miles de sus alumnos el amor por la lectura y la literatura, y también fue profesor en destacadas universidades europeas y norteamericanas como Columbia y Minneapolis

En 1962, su obra «Denario del amor sin retorno» obtuvo el importante Premio de Poesía Ismael Pérez Pazmiño, del diario El Universo. Años después –el 14 de octubre de 1996–, en el Salón de la Ciudad del Municipio de Guayaquil, el Frente de Afirmación Hispanista A.C. de México le impuso la condecoración internacional José Vasconcelos, en reconocimiento a su prolífica labor de investigación literaria, crítica, poética y de docencia universitaria. Ese mismo día presentó su libro Antología de la poesía cósmica del Ecuador, de más de 400 páginas, en el que da a conocer, en ese vasto desierto del desconocimiento de los poetas ecuatorianos en el mundo, a los más destacados vates del país.

Rodrigo vivió, amó, escribió, murió

Rodrigo vivió, conoció el amor y tuvo dos hijas; estuvo casado con la genial poeta quiteña Ana María Iza, a la que en su muerte dedicó Carta sin final, de la que resaltó unas líneas:

Ya no estás con nosotros
Ana María,
la del “pedazo de nada”
y “los papeles asustados”;
la que incitó a sacar el corazón
con sus fusiles
a matar la miseria en las esquinas;
la que vistió sus labios
de música y sonrisas
para que en su garganta los geranios cantaran;
la que luchó con sus sordas batallas
a las que hoy ha vencido
desde las trincheras de su poesía.

Si estuviera viva, Ana María también habría escrito: «Ya no estás con nosotros Rodrigo» y nos hubiera conmovido. O sus compañeros del grupo Nosotros, de la generación del sesenta (Humberto Salvador, Adalberto Ortiz, Euler Granda, Hugo Mayo, Rosa Borja de Icaza), también hubiesen dicho algunas palabras despidiéndose. Porque todos lo querían (queríamos) por su espíritu alegre y generoso, por esa franqueza que atravesaba paredes y acuchillaba hipocresías.

Dicen que después de peregrinar por clínicas y hospitales, se fue a su casa, en donde vivía solo; se despidió de sus hijas, que viven en Quito, y se acostó a morir con una resignación bajo protesta. Que en los últimos momentos, en los sueños que preceden a la muerte, se le apareció su adorada madre como un ángel y con ella habló hasta que el último suspiro lo abandonó. Seguro que fue una muerte feliz porque su madre formaba parte del santuario personal y amoroso de sus recuerdos. Seguro que lo consoló como cuando era niño. Seguro que tuvo una buena transición y eso, al menos, conforta.

La honestidad de las palabras
Este poeta, honesto con la vida, consecuente con sus principios y con su compromiso con la literatura, fue también un luchador social desde la palabra. En una entrevista dijo:

Creo en la unidad de América, sobre todo en aquella en donde las pequeñas diferencias nos unen cada día más. Creo en la universalidad del hombre en su búsqueda de paz y solidaridad. La unión no se afianza en los nombres o membretes, sino en la cultura de una sociedad hecha para servir al hombre y no el hombre sirviente de una sociedad.

Espéculo, revista literaria de la Universidad Complutense de Madrid, 2001.

El poeta se nos fue. Nos queda su palabra.

Denario del amor sin retorno

1

Yo quise devorarte en la locura
de un diciembre desnudo y entreabierto,
izar velas de azul en tu mar muerto
y en tus rosas dejar mi sepultura.

Yo quise decorar la quemadura
de tu enjambre de luz y de tu huerto
y en los ojos sembrarte –sol incierto–
la verdura del mar en miniatura.

Sobre tu hombro cercar nido de rosas
y en tu miel dulce voz de mariposas
y en tu risa una alondra de canción.

Darte el cielo en la noche y una nave,
donde pueda acercarte –Dios lo sabe–
para siempre a mi-tuyo corazón.

2

Para tu beso de placer divino
desde el costado de mi sangre un día
uva de ensueños en epifanía
te dio mi boca en corazón de vino.

Ebrio el delirio en su capricho fino,
bebió del viento la melancolía
y a cero grados de ansiedad ponía
su azul guitarra junto a mi camino.

Bebió y de pronto le nació al olvido
sobre la nieve de su rostro un nido,
bajo el estambre de su polvo un techo.

De pronto el cielo en su edición postrera,
publicó un verso, que aún recuerdo y era:
«de amor la rosa suicidó su lecho».

3

Boca tuya de cántaro dormido
bajo un cielo poblado de amapolas,
para decir Amor, azules olas,
para besar crepúsculo de un nido.

Cantera de manjar cuando rendido
mi ser se incendia bajo tus corolas,
cortejo de clavel y de amapolas,
caracol de mi luz estremecido.

Llaga nocturna en el despierto vuelo,
caricia roja que manchó el pañuelo,
paisaje tibio que a prisión provoca.

Octubre en gajo de fragancia abierto
marfil-delirio donde quedó muerto
el postrer beso que te dio mi boca.

4

Dame esta noche el cielo de tu frente
y el beso tibio de tu gris terneza,
el cántaro repleto de tristeza
donde mi alma desnuda caiga ausente.

Dame el ovillo de tu azul corriente
que el ángel verde del paisaje reza,
todo un ocaso de mortal tristeza
bajo la espiga de mi verso hiriente.

Dame la tierra que madura en calma,
el son que brinca como un niño en tu alma
la madrugada de tu sombra erguida.

Que es tuyo el salmo que enraizó tu nombre
en la pendiente de mi estirpe de hombre
que para el sueño amaneció tendida.

5

Loco de sed por tu nivel ceñudo,
verso se hizo mi voz para nombrarte
y –acacia azul– mi pecho supo darte
yerbas y estrellas en un solo nudo.

El tiempo envejecido nunca pudo
de distancias tu pórtico sembrarte
y entré a tu corazón para llagarte
con el enjambre de mi mar desnudo.

Llegué un diciembre y era veintinueve,
llegué al ocaso y en la mano leve
de luz te traje la ternura clara.

Llegué en el viento hacia tu espiga y pienso:
si tus ojos diluyen mi mar denso
por el amor, Amor, cuánto te amara.

6

Esta tarde y tu ausencia y Dios gimiendo:
tres torrentes de mi único latido,
tres signos de mi luz, un solo nido
lámpara azul de mi morir viviendo.

Mínima tarde de mi mal horrendo,
tiéndeme el cielo bájame a Cupido
y acércame su océano florecido
que Dios en mí de amor se está muriendo.

Dame espiga tu cáliz de tibieza,
de los astros su huella de tristeza,
de la brisa sus gajos entreabiertos.

Que esta tarde tu ausencia y Dios unidos
han sangrado de amor y luz heridos
quieren mañana despertarse muertos.

7

Volvamos al camino de la tarde:
la yerba ha vuelto a retornar ligera
y en su menuda suavidad viajera
la imagen de los dos todavía arde.

Volvamos a entregarnos sin alarde
que el tiempo de rodillas nos espera,
con una hoja de luz a la vera
y un racimo de mar bajo la tarde.

Seremos el clavel de los gitanos
que en pago del amor de nuestras manos,
un nuevo corazón resucitemos.

Y si eso no te basta ven, apura,
sumerge tu cabeza en mi locura
que aunque locos de amor, regresaremos.

8

Era de noche en tu ventana cuando
fugaz mi sombra tamizó tu boca.
Era el pañuelo de tu risa loca
que abrió en mis manos un rosal jugando.

Era tu beso que nació soñando
niño en la brasa, desgajada roca,
tu paso leve que el paisaje evoca,
tu carne al río de mi sed temblando.

Era el silencio que a tu voz me liga.
La luz que a solas maduró en espiga.
El sexo fresco en su corcel risueño.

Era la aurora que en tu paz se triza,
tu piel que hoy suave siento se desliza
hacia la ardiente desnudez del sueño.

9

Te pareces a mí cuando no vivo,
cuando dejo de ser Nada y existo
como un madero en el camino listo
para la cárcel de un amor cautivo.

Te pareces a mí cuando describo
la locura del MAR y me resisto
a saber que yo soy el que se ha visto
tantas veces muriendo cuantas vivo.

Te pareces; por eso un día abriste
una calle traviesa en mi alma triste
con rosales de viento estremecido.

Por eso el día en que nació tu muerte,
mi vida entera comenzó a quererte
con fuego-sangre de huracán herido.

10

Solo me queda de tu nombre un nombre:
Ausencia y nada más… noche vacía,
en tus pomos de luz sin travesía
embárcame cual polvo y no te asombre

que siendo polvo preferí ser hombre.
Embárcame: que soy quien repartía
en mañanas de amor el alma mía
y en recuerdos el nombre de mi nombre.

Nada llevo. La sombra de sus manos
fugaz el tiempo transformó en arcanos
retratos… ¡Ah y sus ojos y su beso

iniciales testigos… nada… nada.
Soy el sueño fugándose en la almohada,
soy apenas el polvo de esto y de eso.

TRAYECTORIA
Nacido en Azogues (1937), Rodrigo Pesántez Rodas fue doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Guayaquil, donde ejerció la cátedra de Estilística y Literatura Ecuatoriana en la Facultad de Letras. Dictó cursos sobre literatura en las universidades de Columbia, Nueva York y Minneapolis, así como en las de Madrid y Pamplona (España).

A más de los ya citados, entre sus ensayos de crítica e investigación están Siete poetas del Ecuador, Poesía de un tiempo, En el umbral del modernismo, Modernismo y posmodernismo en la poesía del Ecuador, La provincia del Cañar en la poesía de la patria y Del vanguardismo hasta el 50. También escribió Ocho poetas tanáticas del Ecuador (México, 2005) y Sesenta sonetos del Ecuador.

En cuanto a poesía: Vigilia de mi sombra, El pasaporte y el sueño, El espantajo y el río, Jugando a la pájara pinta, Atando cabos (selección), Los silencios del bosque y Viñas de Orfeo, que apareció en Campeche (México) en la colección Rosa Náutica de la Casa Maya (2006).

Aminta Buenaño Rugel
La escritora Aminta Buenaño Rugel (Santa Lucía, Guayas –1958–) es profesora principal de la Universidad de Guayaquil, periodista, profesora de Lengua y Literatura Española por la Universidad Católica Santiago de Guayaquil, diplomática, magíster en Género por la Universidad Rey Juan Carlos, de Madrid, y realizó un posgrado en Comunicación Cultural en la Universidad de Moscú (Rusia).