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Sociedad líquida: informalidad, irrespeto y corrupción

Quien sabe si el gran Gabo en su arquetípico Macondo, o don Jorge Amado, en esa Bahía surrealista de Los viejos marineros o de Doña Flor, hayan logrado plasmar y capturar, para su comprensión, el profundamente instalado chip de la informalidad, tan propio de nuestro trópico latinoamericano.

En cierta manera, la región vive una temporalidad líquida, donde el tiempo transcurre en frecuencias variables, desde instantes de frenesí acelerado, hasta lo que podríamos llamar una pausada modorra.

Es posible que la temperatura, o la humedad, tengan que ver con este tiempo relativo, que sin duda Einstein habría hallado fascinante para su Teoría de la Relatividad, que a diario transcurre, como los ríos amplios, perezosos, que forman largos meandros plácidos, para de pronto precipitarse en cascadas o rápidos, al estrecharse en los valles.

Dejando de lado la literatura o la física, si vale la pena la reflexión sobre los significados que la informalidad revela dentro de la sociedad. En cierta forma, ésta se ha convertido en una medida de importancia personal, o de lo que se percibe como tal, a todo nivel social.

A todos nos habrá pasado, más de una vez, el tener que quedarnos esperando al plomero, personaje decisivo para cualquier concepto de buen vivir, que finalmente llega, ofendido él por las insistentes llamadas que no se ha dignado contestar, pues debíamos haber supuesto que se hallaba en alguna de las, sin duda muy complejas operaciones de su profesión, para reparar la tubería rota, por la que hemos pasado la mañana eliminando la inundación, con baldes y trapos. Quien no habrá contratado con el carpintero del barrio, la cuna del bebé por llegar, que por su retraso debe ser modificada a primera cama, pues se le fue el tiempo y se atrasó 6 meses.
Cuando se traslada esta realidad a la esfera pública, en la contratación de obras o en la adquisición de bienes o servicios para la comunidad, nada raro es encontrarnos con proyectos extendidos indefinidamente en el tiempo, a manera del mítico Sísifo condenado por los dioses a subir por la ladera del monte su roca hasta la eternidad. Carreteras que se siguen construyendo, con unos milimétricos avances a ninguna parte, explanadas para las imaginarias refinerías que únicamente unos iluminados alcanzan a ver, pero que la viveza criolla ingeniosamente ha habilitado como pistas de aterrizaje clandestinas, para unas avionetas dedicadas a negocios tan turbios como su contratación.

Ese mismo mundo surrealista es el que se vive en los laberintos administrativos de las administraciones públicas, municipales, locales o nacionales, donde el ciudadano de a pie, carente de algún hilo de Ariadna, caerá indefectiblemente en las garras de múltiples Minotauros, únicamente aplacados con las coimas, moderna expresión de los antiguos sacrificios, y de los no tan antiguos diezmos o “peajes”. Esa informalidad es la que logra que un contrato público que debía costar 100, termine en 1000, que se demore el triple de lo que se pactó, y que no se lo reciba, pues o no funciona, o lo hace a la mitad de lo previsto.

Esa informalidad es la que logra que nuestras carreteras cuesten el doble y duren la quinta parte de las alemanas o japonesas, pero con la virtud de enriquecer, además del ya vasto acervo de los chanchullos y sus imaginativos mecanismos, a los funcionarios a cargo de la contratación, o a sus primos, tíos, o la vasta gama de testaferros y burropies, y claro, a los avezados contratistas, que sabiendo muy bien cómo le entra el agua al coco, incluyen, inflándolos, todos éstos “costos ocultos”, que se solventarán convenientemente con el surgimiento de los oportunos “imprevistos”. La informalidad se traduce entonces en un autoengaño colectivo que se manifiesta en enormes pérdidas para todos, desde el tiempo perdido esperando al plomero o al carpintero, hasta el saqueo al país, a través de toda una “arquitectura” financiera y legal diseñada para borrar las responsabilidades y los rastros. Nos hemos ya acostumbrado a la consoladora muletilla del “con que haga obra aunque robe”, convertida en reconocimiento y aceptación de una naturaleza, que vemos insuperable.

Esta reflexión aplica al episodio suscitado en Nueva York, con el presidente Gustavo Petro, en dos momentos separados, el primero, en su alocución al Pleno de la Asamblea de Naciones Unidad, cuando claramente se pudo notar su molestia ante la anarquía que reinaba en el gran salón, luego de haberse anunciado por Secretaría que el presidente de Colombia iba a hacer uso de la palabra. Esta situación se prolongó por algunos minutos, evidenciando, por un lado, un grave irrespeto al ponente, y por otro, desinterés en lo que vendría. El que este generalizado poco interés que, como región recibimos de parte del resto del mundo, particularmente del más desarrollado, es algo que nos hemos ganado a pulso, a lo largo de muchos años, gracias a un sostenido esfuerzo colectivo, digno de mejor causa. Con nuestra informalidad, que a ratos parecería creemos es graciosa o hasta refrescante y simpática, hemos logrado que el mundo ya no nos tome en serio.

Estamos convencidos que nuestros discursos, que se quedaron en la retórica grandilocuente, tan adecuada para conmover a un público poco ilustrado, tendrán el mismo efecto en otras personas, que por lo general son personajes serios, analíticos y muy profesionales, a los que las declamaciones líricas se les quedaron en el tercer grado de la escuela. Seguimos atados a una formación libresca de teorías a las que la realidad despojó de cualquier valor, más allá del anecdótico.

Seguimos hablando de una “revolución” nostálgica anclada en los años 60 del siglo pasado, con unos líderes “revolucionarios” amnésicos, seguramente como resultado de la caída, sobre su cabeza, del Muro de Berlín hace 35 años. Seguimos tras un velo de palabras vacías, mientras el mundo, hace rato, se maneja alrededor de las cifras, más duras, si, pero bastante más confiables y difíciles de maquillar. Basta oír al ministro-candidato argentino Sergio Massa en referencia al demoledor informe sobre la pobreza e indigencia en Argentina, que se va a hacer público en esta semana, mostrando una durísima cifra, superior al 47% de la población, en tal condición. La medición aún no registra el impacto de la devaluación del 20% del peso, ni su impacto en el índice de precios, lo que fácilmente elevará a más del 50% el número de pobres en la que fuera la séptima economía mundial, considerando que, además, la inflación ha llegado ya al 120% interanual. Ante estas cifras, los dichos de Massa se pierden en el sinsentido y hasta en el ridículo. “Este lio”, así llama Massa al dolor de 22 millones de argentinos, “lo vamos a acomodar”, como si se tratara de algo tan insignificante como una ampolla por zapatos nuevos.

Ante semejante indiferencia, cómo nos puede sorprender la emergencia de Milei y su rabiosa crítica a la “casta” política, a la que endilga, con bastante razón, los males que aquejan al país.

Polémicas afirmaciones.
Finalmente, tras llamadas al orden repetidas e insistentes, el presidente Petro pudo dar su discurso ante la Asamblea, que por cierto, no careció de polémica, sobre todo ante sus expresiones respecto al menor peligro que implicaría la cocaína, por debajo de los combustibles fósiles, como riesgo para la población, afirmación que generó duras críticas en diversos medios, llegando hasta a sostener que se trataba de “la tontería del día” en medios españoles. Petro en efecto, y en algo que no le falta razón, atribuyó a los países consumidores la responsabilidad por ser ellos quienes hacen posible el tráfico, al financiar con sus recursos, la masiva compra de la droga. Lamentablemente, la declaración peca de incompleta, pues más allá del hecho anotado, la realidad del enorme poder que las mafias del narcotráfico han alcanzado en el mundo entero, de ninguna manera puede dar lugar a la relativización de la seriedad que la producción y el tráfico significan para cada uno de nuestros países, por los recursos que la actividad proporciona a los cárteles.

Infantil comparación.
La comparación con los combustibles fósiles resulta, al menos, desafortunada. En buena medida, la economía mundial se construye en torno a las capacidades de movilidad que la máquina de vapor primero, y el motor de explosión después, produjeron en el mundo, con todas las implicaciones de conectividad para el comercio y el enorme aumento de la riqueza en el mundo que esto determinó.

Un retraso más.
El segundo, se suscita más tarde, en ocasión de la reunión acordada con el presidente sudcoreano, a la que llegó, como al parecer es habitual en el, bastante retrasado. Esta es, otra vez, una demostración de esa congénita informalidad que nos aqueja, normalizada en nuestra cultura por el hábito del irrespeto al tiempo ajeno, pues eso es la impuntualidad, algo inconcebible en otras culturas. Como es obvio, la delegación coreana continuó con la agenda prevista, con el siguiente presidente o ministro, y a la Cancillería colombiana le tocó el deber de las pertinentes excusas, y la reprogramación de la reunión para otro día.

Petro, su peor enemigo.
Este hábito presidencial ha sido motivo, por largo tiempo, de críticas a Petro en Colombia,
al punto que su hermano trató de defenderlo, aduciendo alguna condición psíquica, lo que le valió un duro rapapolvo familiar. De nuevo, se constata que, curiosamente, el principal enemigo del presidente Petro, parecería ser el mismo.

El respeto perdido.
He hecho referencia al presidente Petro para establecer que, lamentablemente para todos, la noción del respeto al resto se nos perdió en el camino, lo que se manifiesta en buena parte de nuestras actitudes y conductas, en todos los niveles, desde el plomero hasta el presidente de la República. La memorable frase de Benito Juárez, “Entre los hombres, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno, es la paz.”, ha quedado para la cita, vaciada de cualquier sentido. Bastaría, para ilustrar lo dicho, observar los ingeniosos medios por los que nos saltamos la fila en el banco, o las tomas por asalto de boleterías para los partidos de eliminatorias o para los shows y espectáculos musicales y bailables, a menos que se hayan establecido operativos poco menos que militares para controlarlos.

Desconfianza.
Tal vez el más alto precio que la región paga por su inveterada informalidad, es la escasa credibilidad que proyecta hacia los inversores internacionales para proyectos de alto valor agregado local, el tipo de negocio que genera empleos de calidad, capaces de atraer a los jóvenes bien preparados que sin duda existen y que, a falta de esas oportunidades, emigran a donde son requeridos y valorados. Esto nos condena al papel histórico que ha jugado el continente, como productor de materia prima o alimentos, situación que, con la creciente presencia china en la región, no ha hecho más que agudizarse durante los últimos 15 años.

Esa misma informalidad es la que hace tan complicado aceptar los préstamos de los organismos de crédito internacionales, como el FMI o el Banco Mundial, pues la aceptación implica una formalización dentro de marcos y procedimientos que repugnan a las clases políticas, acostumbradas a la opacidad en las asignaciones y a la discrecionalidad en el uso de los recursos públicos. El gran éxito chino, fue la concesión de créditos directos, sin las molestas limitaciones y exigencias de los organismos internacionales. El que existieran por debajo de la mesa unas cláusulas ocultas que castigaban gravemente la falta de pago, estableciendo derechos preferenciales para embargar bienes entregados en garantía, de petróleo a puertos, centrales eléctricas o carreteras. La discrecionalidad en el uso del recurso fue siempre la motivación principal para la contratación de créditos chinos, aún cuando las tasas fueran del doble o triple del interés de los organismos internacionales, y los plazos, bastante más cortos.

El famoso discurso de la “soberanía” se transformó en la justificación para entregar esta, oculta en las cláusulas de confidencialidad de los préstamos chinos, sin beneficio de inventario, al nuevo imperialismo mundial. Como nunca antes, buena parte de los países de la región, han caído bajo la creciente dominación de China, por su dependencia financiera y sobre todo comercial, que los vuelve vulnerables a cualquier presión y hasta amenaza, para que adopten determinadas líneas en sus políticas internacionales. China ha limitado, desde ya hace algunos años, los préstamos directos, de uso discrecional, a los gobiernos, para en su lugar, prestar a las empresas chinas, para que éstas contraten directamente con los países, la ejecución de obras de naturaleza diversa, con maquinaria, equipos y gerencia china, y hasta con mano de obra china, que llega a trabajar en competencia con la mano de obra local.

Con fiscalizaciones de obras tan opacas como la contratación, el resultado de los proyectos chinos ha sido, por ser muy generoso, pésimos. Así, nos quedamos con elefantes blancos inservibles, y con onerosas deudas que no pueden ser denunciadas. Así, la informalidad y la corrupción van tomadas de la mano, retrasando cada día más a los países. Como que es ya tiempo de abrir los ojos y entender que el folklore está muy bien para los turistas.