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A treinta años del burdo serranazo

Con una campaña de discursos y canciones populistas, Jorge Serrano Elías se convirtió en presidente de la República en votación de segunda vuelta y asumió el poder el 14 de enero de 1991. Entonces los períodos presidenciales eran de seis años, lo cual significaba que dejaría el poder en 1997. Sin embargo, su escasa capacidad de gestión, deudas políticas e intolerancia a la crítica, combinadas con un oscuro pacto político legislativo, lo condujeron a una crisis que quiso resolver emulando el golpe de Estado mediante el cual el presidente peruano Alberto Fujimori había disuelto congreso y cortes, hecho conocido como fujimorazo, concretado el 6 de abril de 1992. En Perú, esa maniobra duró a conveniencia del gobernante, que con tal poder llegó a cometer graves violaciones de derechos humanos que lo llevarían décadas después a la cárcel.

Serrano Elías anunció su autogolpe el 25 de mayo de 1993: declaraba cerrados el Congreso, la Corte de Constitucionalidad, la Procuraduría de Derechos Humanos, el Organismo Judicial y, por supuesto, imponía un estado de excepción que incluía censura a la prensa y allanamiento a medios de comunicación. En realidad, lo que fracasó fueron sus políticas económicas, la inflación se disparó y el alza en el transporte urbano detonó en disturbios.

La llamada Trinca Infernal, es decir, el pacto de tres partidos —Democracia Cristiana, Unión del Centro Nacional y el propio Movimiento de Acción Solidaria, de Serrano—, se convirtió en una máquina de chantajes, clientelismo y corrupción, surgida a partir de agrupaciones políticas carentes de ética y mística de trabajo, devenidas en máquinas para trasiego de conveniencias. Cualquier parecido con la actualidad es pura reproducción de politiquerías cada vez más aviesas e inescrupulosas.

Serrano pudo apelar a la ciudadanía, pero no lo hizo porque a esas alturas sus promesas de campaña se habían diluido en medio de señalamientos de corrupción y súbito enriquecimiento. Había llegado a la Presidencia endeudado y ya en ella resultó magnate. Quiso jugar a reyezuelo y tuvo que salir defenestrado. Fue clave la actuación valiente y digna de la entonces honorable Corte de Constitucionalidad, integrada por juristas de renombre y gran respeto, encabezados por Epaminondas González Dubón, quien fue asesinado casi un año después. Aquella CC independiente declaró inconstitucional el serranazo. Fracasó, además, la detención del procurador de Derechos Humanos Ramiro de León Carpio, quien tuvo que escapar por tejados.

Partidos de oposición, entidades empresariales, sociales, periodísticas y también el Ejército, así como la propia ciudadanía, reclamaron el retorno al orden institucional. Serrano renunció y salió por el Callejón del Manchén, despotricando contra los periodistas y sigue escondido en Panamá con vida de magnate. El 3 de junio, el Congreso nombró presidente provisional a De León Carpio, quien emprendió una depuración de ese organismo y reformas constitucionales que fueron aprobadas por la ciudadanía en plebiscito. Una de ellas fue la eliminación de los llamados gastos confidenciales.

Si los políticos de ahora estudiaran un poco el fracaso serranista, quizá podrían atisbar mejores vías para impulsar el desarrollo. Treinta años después, se siguen acicateando clientelismos legislativos, los partidos continúan postulando perfiles mediocres de allegados y las roscas de aduladores persisten en malaconsejar a los mandatarios y conducirlos invariablemente a abismos de corrupción, despotismo y autoelogio vacuo.