Guatemala
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Emigrados y excluidos, su rol ante este sistema electoral

Ahora que el padrón electoral se ha cerrado, escuchamos en espacios mediáticos la voz de guatemaltecos en Estados Unidos que reclaman al Estado el haber incumplido —nuevamente— su obligación de organizar exitosamente una elección en el extranjero. Y, aunque la miseria en el trabajo gubernamental hace que ese reclamo sea claramente justificado, es de cuestionar su asertividad en el rol político que buscan asumir. Esto, porque lo que manifiestan reclamar, esencialmente, es su inclusión en el proceso electoral. Inclusión que me pregunto si no es ya más adecuada para tiempos pretéritos, muy distantes a la distópica actualidad.

Puedo entender cómo en el ideario colectivo pudo alguna vez estar presente aquella etiqueta que llamaba “fiestas cívicas” a las elecciones. Tras lustros de viles fraudes, en 1985 inició la era de procesos más participativos, llenos de expectativa y pasión por parte de múltiples sectores de una sociedad mucho más viva. Hasta los niños colegiales hablábamos por meses de lo que se venía. Como testimonio de eso quedó en una libreta de apuntes con la que me entretenía una réplica que hice de aquella primera boleta presidencial. Ver hoy la precisión que dediqué a los rostros de los candidatos me hace revivir el entusiasmo de aquella época de transición política en Guatemala. La fiesta estuvo bien garantizada.
Nadie olvida el talante de los miembros de aquellas primeras magistraturas, contra quienes no cupo duda. El ambiente fue propicio, entonces, para que los sectores demandaran inclusión. Los trabajadores, los campesinos, los indígenas, las mujeres y tanto otro sector históricamente excluido.

Pero este momento no es ya el mismo. La idea básica de la república que reparte el poder equitativamente ha desaparecido. Los espacios públicos que alguna vez se añoraron alcanzar democráticamente son tomados con descaro progresivo. El ejercicio cívico, como la libre expresión, está vetada para quienes tienen posibilidades de incidir. Y la participación política está condicionada. Quien no sea parte del clan, no participará. Así, las pinceladas proliferan: el Congreso no es más escenario de discusiones ideológicas, y se cuelan revelaciones de cómo es un mercado de coimas y sobornos. Los operadores de justicia independientes y los periodistas denunciantes que tienen relevancia, perseguidos o en el exilio. Y los ciudadanos vemos cómo las planillas presidenciales están siendo excluidas selectivamente. Ante este escenario, insisto y me pregunto entonces si la pretensión de los sectores excluidos, como ahora lo son los emigrados, ¿puede quedarse en una simple exigencia de inclusión en esta democracia?

Esta realidad es evidente para residentes nacionales y expulsados. Cuesta creer que aún se piense que es una fiesta digna de participación. El papel del excluido es distinto al de hace 35 años. Si el sistema democrático feneció, buscar robustecerlo ya solo le da legitimidad inmerecida. Suena ingenuo. Quizás aún, perverso. El emigrado tiene tanta razón como otros excluidos para reclamar espacios políticos. Pero solicitarlos será infructífero. Queda como alternativa la presión que puedan ejercer. ¿En fin, acaso hay derecho político que históricamente se haya reconocido sin valiente y estratégica lid que le antecediera?