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Diversidad y liberalismo

La siguiente postura es tan liberal como tranquila: el ámbito de las preferencias sexuales es estrictamente privado; las opciones sexuales elegidas por los adultos son temas pacíficamente personales que a nadie incumben (salvo, claro está, las penadas legalmente), ya que forman parte de la libertad individual de cada uno; el Estado no debe generar campañas proselitistas de carácter sexual en escuelas o en los primeros años de secundaria, porque se trata de un tema de educación en el que los protagonistas deben ser los padres y las familias.

Estos acuerdos liberales son vituperados por dos extremismos. Por un lado, están los que pretenden imponer su moral al resto de la sociedad y exigen comportamientos sociales acordes a sus dogmas o a sus convicciones: les molesta, por ejemplo, expresiones de cariño de parte de parejas homosexuales en el espacio público, o minifaldas muy cortas para las mujeres. Hoy, en Occidente, quienes sobre todo defienden estas posturas premodernas son los musulmanes más radicales que son tan numerosos como agresivos; y, no hay que negarlo, quedan resabios de un cristianismo integrista y conservador que considera a estos acuerdos liberales como expresiones de cierta decadencia civilizatoria.

Por otro lado, está la nebulosa activista de posmodernos izquierdistas que, a medida que pasan los lustros, se hacen cada vez más extremistas. Se enamoraron de la French theory escuchando hablar de Foucault, de Beauvoir, Bourdieu, Deleuze, Derrida, Badiou, Barthes, o de tantos otros hijos putativos de una posguerra francesa obnubilada por Hegel, Marx, Nietzsche y Heidegger. Lo hicieron con lentes simplificadores comprados en unos Estados Unidos culturalmente siempre prestos a incendiar brujas, y además con una receta interpretativa periférica que ha calzado muy bien con el resentimiento que se verifica en ciertas pequeñas clases medias urbanas que, a la vez que experimentan ascensos sociales muy rápidos (y a veces precarios), viven la modernidad individualista como algo carente de sentido vital y filosófico.

Así las cosas, con saña propia de Pol Pot y dogmatismo digno del más acerado estalinismo, afirman que lo privado es político, lo que es propio del totalitarismo (como bien explicó Arendt); promueven cursos de educación estatales con perspectiva de género o censuras para eliminar los vestigios literarios, musicales o pictóricos que entienden son funcionales a la dominación del patriarcado, lo que lleva a limitar la libertad de expresión; y reivindican orgullo por tal o cual práctica sexual, pretendiendo además, en el colmo de la grosería, que se les preste atención por ello, como si los asuntos de alcoba fueran en sí relevantes.

El objetivo de todo esto fue bien explicado por Laclau: generar nuevos conflictos en sociedades cuyas contradicciones económicas habían menguado con la posguerra, con el objeti-vo de proseguir el camino hacia un horizonte antiburgués y socialista. La referencia se hace pues ineludible: cuando hace ochenta años fue escrita “La sociedad abierta y sus enemigos”, Karl Popper definió muy bien la génesis filosófica de los enemigos de la libertad.

Hoy, para defender nuestros acuerdos liberales y tranquilos, no hay más remedio que enfrentar a estos dos infames extremismos.