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Opinión | Rindiendo examen con Morfeo

Me pasó, siendo estudiante universitario, que al rendir un examen de finanzas se me asignó el último lugar. No recuerdo qué sucedió, puede que haya llegado tarde.

Cada examen duraba unos cuarenta minutos. Llegaba un momento en que ni el profesor, ni el alumno estaban en sus cabales, después de varias horas examinando. El cansancio hace estragos y todo se tornaba nauseabundo. El tedio gana la partida y ya nadie sabe ni qué pregunta, ni qué contesta.

El salón donde se rendía se había quedado vacío porque los estudiantes se retiraban huyendo del lugar maldito. Mis compañeros ya se habían ido a festejar. No quedó nadie. Solo los dos profesores y yo en un salón escondido en un entrepiso de la UDELAR. Con franqueza, dominaba a esa materia porque la había cursado durante todo el año, y recién en setiembre me dijeron que no validaban mi curso por exceso de cursos tomados. Tuve que abandonarla y rendirla libre. Era la más difícil del año pero como la venía estudiando a cara de perro, la ubiqué en noviembre para rendirla oral.

Me tocó entonces la noche de viernes. Se hcieron las nueve y media, habían pasado nueve estudiantes y aún no me llamaban. Cuando lo hicieron eran cerca de las diez. Calor, tensión y agotamiento.

El profesor adjunto y el catedrático estaban fundidos. Lo mío era cansancio también, pero cuando se está por dar un examen siempre salen energías de algún lado y a los veinte y pocos años uno es de acero.

El examen arrancó. Me preguntaron algo simple y empecé hablando despacio, cosa de ganar tiempo y no cometer errores no forzados. Los exámenes universitarios son un ejercicio dialéctico donde se valora no solo lo que se estudió, sino cómo se declama y con qué palabras. Digamos la verdad, la empecé a estirar como un chicle.

En medio de mi oratoria veo que el profesor adjunto empezó a cabecear y el catedrático miraba su agenda. Cero bola a mi examen. Me habrá preguntado unos cinco minutos y hago como que terminé esa primera parte, giro el cuerpo y miro al catedrático como dando a entender que esa etapa ya estaba. A esa hora la noción del tiempo se diluía. De quince minutos iniciales lo reduje a cinco en esa fase, de pícaro nomás.

Ese día habían perdido pocos. Había cardumen. Le fijo la mirada al catedrático y el individuo me pregunta algo -dio por sentado que su ayudante había terminado- no podía ver que el otro ya estaba abrazado a Morfeo. Arranqué lento de vuelta y a los tres minutos éste también se durmió. Los dos zarparon. En un momento miré para atrás para ver si había testigos. Nadie.

Situación insólita. Hasta ronquidos pegaba el catedrático. Los dos fuera de la cancha. Me quedé sentado un rato pensando. Habrán pasado tres minutos y emergió de las profundidades el profesor adjunto. Me miró, yo le hice un gesto señalando que el catedrático estaba dormido. Me ignoró, obvio.

En eso se despierta el catedrático y tenía en mis manos el carné de estudiante. Allí anotaban la materia y la nota. Me puse de pie, fue un reflejo. (Rajemos de acá, pensé). El catedrático me entregó el carné más dormido que vivo y le digo: “Pero… falta la nota, profesor”. Sin mirarme, puso tres Muy buenos y me despachó. Fue el examen más corto de mi vida. Salí corriendo de la Facultad. Todavía me acuerdo de ese momento. Corrí un buen rato hasta que la locura se me fuera del cuerpo. Todo había sido absurdo. Llegué a mi casa, corté un pedazo de membrillo y me fui dormir. No se me borraba la sonrisa de la cara.