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Estatua en Rusia de Fidel, a quien Rómulo Gallegos bautizó Justo Rigores

Poco conocida es la novela de Rómulo Gallegos La brizna de paja al viento, menos conocido que su personaje central es Fidel Castro y en la narración es el villano, menos nos aún es que su contrafigura es Raúl Roa, suerte de santo civilista galleguiano, o mejor dicho Santos Luzardo profesoral universitario en La Habana.

Gallegos escribía en los tiempos marcados por su derrocamiento en noviembre de 1948. ¿Sabía que 9 meses antes, en abril, Fidel había estado en Caracas portando una carta de Juan Bosh y buscando hablar con él, que no pudo atenderlo porque estaba en Macuto? Lo que es seguro que ignoraba es que llegaría a ser un personaje de talla mundial, un líder político y espiritual adorado por la mitad del mundo y desde luego que en 2022 se develaría en Rusia una estatua de él.

Donde si acierta Gallegos es al pintar a Fidel como un jodido. De Caracas voló a Bogotá junto a un pintor venezolano comunista, León Levy, a sabotear la Conferencia Interamericana de donde saldría creada la OEA pero no mansamente sino tras tres días de saqueos que llamaron El Bogotazo, motivados por el asesinato de Gaitán. Levy me contó en el restaurant La tertulia que él fue el que despertó a Fidel con la noticia: “cubano, levántate que mataron a Gaitán” y salió a la ciudad en saqueos. También que Fidel lo condujo a la sede del periódico El tiempo donde los grandes oradores liberales estaban desde un balcón acusando a los conservadores del crimen.

Se presentó como un estudiante cubano que venía a ofrecer solidaridad, pero una vez en el balcón abrió lo largos brazos y proclamó: “Este es un crimen de la oligarquía liberal-conservadora, los dos partidos son responsables”. Ante eso, los colombianos sacaron a Fidel del balcón a templones. Con el puño en alto bajó Fidel la escalera, detrás venía León Levy habitado de pánico, los liberales asomaban puñales debajo de las ruanas. Al día siguiente apareció en El tiempo una nota que decía: “Unos agitadores estuvieron en El Tiempo” y comentaban los papeles subversivos que León había depositado en una silla mientras Fidel hablaba y con el susto no pensó en recoger.

Volvamos a la novela. Desarrolla un joven que de místico religioso pasa a místico revolucionario. Quiere ingresar a la Universidad de La Habana:

“Allí conocería a Justo Rigores, (Fidel Castro) líder del estudiantado en posiciones de fuego contra las supervivencias de la dictadura que oprimió y ofendió. Soñaba con el día de la ansiada oportunidad de estrechar aquella mano. Implacable, como tienen que serlo todas las que se hayan puesto al servicio del ideal. Entre tanto, sería bueno que acostumbrara la suya a manejar pistola, como lo pedían las circunstancias; pero… —¿No es acaso más hermoso el martirio, desarmada la mano, adelantado el pecho a la inmortalidad del sacrificio? No había duda”.

El profesor Rogelio Luciente (Raúl Roa) actúa así:

“Pero Luciente le hizo seña de callar y de prestar atención a lo que se hablaba en un grupo de jóvenes que frente a ellos pasaban. —Un buen atentado –decía uno– requiere tres cosas: valor para acometerlo, habilidad para escapar de las manos de la justicia oficial y serenidad de espíritu –llámalo cinismo, si quieres– para quedarse luego como quien no ha roto un plato. —La escuela de Justo Rigores –agregó otro. Y Luciente, encarándose con Florencia, profundamente excitado: —¿Oíste? Esos jóvenes son estudiantes universitarios y la escuela que han mencionado es una de pistolerismo, que funciona dentro de nuestra Universidad, aunque te cueste trabajo creerlo. ¡Un buen atentado! No ha sido un profesional del delito quien tal monstruosidad ha proferido, sino un joven bien educado, sano, fuerte, alegre. Una víctima de la desviación a la cual yo también contribuí. Dicho lo cual, atormentadamente, se les apartó y se alejó con pasos rápidos.

Este Justo Rigores que Gallegos critica es, según el mismo Gallegos, fruto reactivo de una dictadura como se supone se producirá en Venezuela tras la “dictablanda” de Carlos Delgado Chalbaud y que resultó verdad. Leámoslo:

“Suena un clarín, se despliega una bandera cubana y la muchachada animosa se apresta a enfrentársele a la Policía, que ya viene en maniobra envolvente. Disparos, carreras de transeúntes, estrépito de puertas que se cierran, gritos de pánico. Y un gran clamor dominándolo todo: —¡Abajo la dictadura! La Policía logra dividir la manifestación en dos grupos y, haciendo fuego contra los estudiantes desarmados, hiere, mata y dispersa. Rafael Trejo cae herido por la espalda mortalmente. Sucumbe dos días después, con imponente serenidad; pero su sacrificio galvaniza la conciencia popular y de punta a punta todo Cuba se inflama en rebelión contra la dictadura, que ya no perdurará. Y la palabra de combate es: — ¡Trejo! ¡Trejo! ¡Trejo! Pero –acota Gallegos desde su civilismo adeco- no hubo entonces una organización política, con ideología bien ventilada, que canalizara aquella ideología generosa lanzada al campo del sacrificio, y a falta de ella surgieron, en las prisas de la angustia ante la frustración inminente del movimiento revolucionario, los Grupos de Acción, y con ellos, pistola en mano, quitada de libro, tomándole afición a las eficacias del gatillo, no solo se menoscabó el ideal revolucionario, sino que también el espíritu universitario se desvió de sus fines propios. Estudiantes valerosos recibieron encargos de matar contra los ejecutores de la iniquidad dictatorial que tenían deuda de crímenes, y de los que, cumpliéndolos o por haberlos cumplido recibieron muerte, el Salón de Mártires –uno de la Universidad– comenzó a recoger los retratos, junto al de Trejo, de bien ganado sitio. Pero entre los que cumplieron y sobrevivieron comenzaron a aparecer los desviados y los aprovechadores envalentonados; y uno de ellos fue Justo Rigores. No se llamaba así en realidad, sino que tal fue el nombre que adoptó en el Grupo de Acción en que se enroló cuando alumno todavía del Instituto de Enseñanza Secundaria. Un muchacho valiente y peleador, de recios puños, de ánimo impetuoso por quítame allá esas pajas, bueno con la pistola, sobre todo como para duelista temible. Recibió el trágico encargo a los quince años recién cumplidos, y de su eficaz ejecución regresó palmeándose los vigorosos pectorales bajo la fresca guayabera y preguntando fanfarronamente: —¿Qué es lo mío, por lo hecho y el derecho? La paga y el privilegio a que ya aspiraba dentro de la organización secreta. No carecía de inteligencia, y si se la hubiese cultivado bien, acaso habría desempeñado buen papel en la vida de oficio o profesión; pero los músculos y la buena puntería tuvieron sus preferencias, y, en cambio, diéronle lucimiento de prestado desde los bancos de la escuela, pues sus acertadas respuestas en la clase se las soplaba siempre el compañero que a su lado estuviese, y en los exámenes, cuando no era posible, con audacia y desparpajo salía de dificultades mediante este ardid: —Profesor, a mí me pareció muy interesante la explicación que una vez le oí a usted sobre este tema. Era el único que se había estudiado y el examinador tenía que oírselo, viniese o no al caso, y concluido el examen le retribuía lo de «interesante» explicación suya, diciendo de él: —¡Qué muchacho tan inteligente y tan simpático ese Diego Clemente! Que luego fue necesario decir: —¡Ese Justo Rigores se pierde de vista! Pero no se conformó con adoptar el nombre más apropiado a lo justiciero riguroso que realmente contenían los encargos trágicos que pudieran confiársele, sino que cuando ingresó en la Universidad ya traía sobrenombre de caudillo. Se matriculó en las asignaturas de Derecho y fue sacándolas de los desfiladeros de los exámenes, ya ni siquiera con halagos de la vanidad profesional, como allá en el Instituto, sino a veces hasta con estos desparpajos: —Profesor, dicen que dicen que yo pertenezco a uno de los más fogueados grupos de acción. Usted no me lo crea, pero hágame como si me oyera disertar con eficiencia sobre el tema que me ha tocado desarrollar ante usted. Y pasaba, pasaba, pasaba. Se aplicó a lecturas revolucionarias, y con tres o cuatro frases hábilmente entresacadas de ellas se administró precocidad de cabeza dirigente entre lo fogoso y lo ingenuo que lo rodeaba y ya lo seguía y como acostumbraba emplear con frecuencia la palabra «apostolado», no tardaron mucho sus secuaces más adictos en ponerle a su caudillismo sobrevestidura de apóstol. Por momentos, él mismo se lo creía, a causa de la plenitud de lo propio, reflexivo o temperamental, que ponía en la empresa, acometida dentro de lo que fuese bravura; pero como al mismo tiempo esto le alimentaba y le desarrollaba la tendencia a sobrestimación de su personalidad, por entre los humos de lo vanidoso comenzaron a escapársele ironías de la candidez con que todo aquello se le creía y se le admiraba. Y como se tiene admitido, casi unánimemente, que la ironía es propia de los espíritus superiores, aunque esto le restó simpatías, en cambio le afianzó autoridad. Pero la desviación sobrepasaba los límites de un concepto equivocado de lucha revolucionaria, en los campos de la acción directa, contra hombres y no contra ideas, y ya en la Universidad, bajo la apariencia de estudiantes, en el bonche había profesionales del pistolerismo de extramuros que componían la fuerza más temible manejada por el Caudillo. Y si al principio no se le oyó decir sino: —El espíritu del movimiento así lo impone. Pronto comenzaron a aparecer, como en boca de jefe de banda, sus afirmaciones de predominio personal: —Yo mando. Yo me llevaré en la golilla a quien se me ponga por delante. Reinaba la confusión dentro y fuera de la Universidad, y así como las autoridades de esta se sentían cohibidas ante las arrogancias estudiantiles –sin que en realidad fuesen estudiantes todos los que las exhibían–, así también el acontecimiento desbordado perturbaba y anulaba totalmente a veces el funcionamiento de los mecanismos de gobierno administrativos y judiciales. En parte, por el temor que habían llegado a inspirar los Grupos de Acción, al amparo del pretexto de lucha política, y en parte, por el uso que de ellos hacían o tuvieren que hacer, desde los tiempos del régimen cuartelario, los funcionarios públicos necesitados de respaldo armado y con dineros del tesoro público, bajo la apariencia de empleos remunerados, pero inexistentes –las famosas «botellas»–, el gatillo alegre hacía sus agostos. Y ya el Caudillo era dispensador generoso de regalías. La caída de las figuras limpias y valerosas más representativas de lo universitario auténtico y de lo revolucionario genuino le había dejado campo a sus apetencias de predominio”.

Esos que el gran escritor califica de valentones, pandilleros, hicieron la revolución que erradicí el hambre y la injusticia de Cuba bajo el liderato de Justo Rigores. Y bajo ese liderato se le dieron bastantes golpes al régimen más abundoso en torturas de la historia de Venezuela, que endeudó a un país riquísimo y mantuvo la pobreza que con el nombre de deuda social heredó la Revolución bolivariana.

El profesor Luciente devino el canciller de hierro de Cuba revolucionaria, el día de la ruptura de relaciones me agarró tirándole piedras a la policía en la esquina de Perico cuando otro pelotón de uniformados que se había venido por detrás nos cayó a planazos. Una muchacha decía “Yo quiero llegar viva a la revolución”, Fuimos todos a una cárcel que se estrenaba llamada El Junquito. Hacía frío. Un día León Levy me entregó un cheque y me pidió que fuera a retirar de una papelera de Candelaria un paquete de cuadernos para enviarlos a Cuba. Yo hice el mandado. Si no hubiera tenido una deuda atrasada no habría pedido el favor.