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Lo decolonial de la literatura latinoamericana y caribeña: Asimilación y síntesis, no imitación

Asimilar el componente cultural foráneo con conciencia de los peligros de dominación, sin llegar a borrar los elementos genuinos, es lo que ha insuflado de fuerza al “sí mismo” latinoamericano, una fuerza venida de la innegable presencia del indio, de la africanidad, del mestizo, coloreando la elaboración simbólica de la realidad de manera viva con su baile, con su danza, con su gastronomía, con su risa, con su gestualidad, con su tradición oral, con, en síntesis, las voces del inconsciente colectivo latinoamericano. Un inconsciente mestizo, y al calificarlo de esta manera nos permitimos entrar en el concepto de universalidad del cual está impregnada la latinoamericanidad. Pero hay algo más de la universalidad de ese “sí mismo” de la latinoamericanidad: es la pluma de oro de su literatura que ha trascendido fronteras y ha situado nuestro ethos, nuestra morada más íntima en un sitial de gran envergadura y relevancia en el mundo entero. En nuestros libros se vive esa arquitectura cultural en la que sin llegar a borrar lo propio, se ha asimilado lo foráneo, brotando ese “sí mismo”, del que venimos hablando, y esa latinoamericanidad inmensamente fortalecidos. Hablamos del idioma castellano, y al hablar de él, hablamos de sonoridad, de musicalidad, de picardía, cualidades que tienen procedencia del árabe, de los idiomas y dialectos africanos y las lenguas indígenas. Idioma que —a pesar de la balcanización establecida en Latinoamérica y el Caribe  por el invasor— nos ha unificado como continente en eso que Andrés Bello llamó la unidad del idioma. En 1847, a los sesenta y seis años, en el Prólogo a su Gramática, sostenía el “primado de la unidad” en palabras de gran significación:

Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres, en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes.

La   unidad latinoamericana ha vivido en esa unificación del idioma y también, consecuencialmente, en su literatura. Momento muy propicio para referirnos a esa integración es este, cuando el despertar de los pueblos está convirtiendo en “rochela” lo que el neoliberalismo y la globalización han querido imponerles. Rochela, en la misma acepción que usaban los amos de negros esclavos para definir su rebeldía, su resistencia: “estos negros están enrochelados”, decían.

Entre los grandes escritores latinoamericanistas, es imposible no nombrar a Bolívar, con su Carta de Jamaica y Juramento en el Monte Sacro, y todos los tomos de su correspondencia de brillante prosa, amén de profunda conceptualmente. Asimismo está la visión americanista de Andrés Bello en su Alocución a la Divina poesía:

…tiempo es que dejes ya la culta Europa, que tu nativa rustiquez desama…

La poesía del ecuatoriano José Joaquín de Olmedo, se convierte igualmente en un llamado a la unión de la latinoamericanidad:

…perpetua, ¡oh pueblos! Esta gloria y vuestra libertad incontestable… vuestra fuerza es la unión ¡oh Pueblo! Para ser libre y jamás vencido.

También Rubén Darío es latinoamericanidad por la simple —o más bien complicada— autoridad de la expresión sublime, por su exotismo. Si toca hablar de fechas para ubicar el gran florecimiento de la expresión literaria de la latinoamericanidad habría que ubicarla en los años sesenta del siglo veinte. Sin embargo, como señala alguno que otro crítico literario, esta expresión ocultaba lo que ya traía de esa herencia propiciada por el modernismo universal de Rubén Darío, presente en Azul, joya poética idiomática que como diría Octavio Paz, despertaría la tradición idiomática hispanoamericanista del siglo XVII. El éxito de este tejido escritural mestizo, brioso, muy brioso, está, repetimos, en el crisol de lo indígena, en el crisol de la africanidad y lo español, en cógito con la sonoridad, la picardía y vitalidad de nuestro idioma castellano. ¿De cuál éxito hablamos? Del fenómeno que fue conocido como el boom de la Literatura latinoamericana. Momento universal de nuestro idioma. Pensamos en Ecué Yamba Oh, donde Alejo Carpentier puso en acción y en escena la musicalidad lexical de los negros de Cuba; como también jugaría con aplomo y con audacia la cosmovisión de lo africano en las escenas de Macandal de El reino de este mundo. Pensamos en el eco indígena presente en las mejores narraciones del autor de Hombres de maíz,  Miguel Angel Asturias, premio nobel, recipiente de una cosmovisión, unos tonos, unas palabras que mueven al indígena que está en nosotros. ¡Qué máximo ejercicio del poder del libro! Y qué decir del monólogo interminable de Yo el Supremo, mezcla de lecturas cartesianas con interpolación de la realidad mágica del guaraní. Rómulo Gallegos… ¡cuánto poder en esa palabra castiza que nos dice “un bongo remonta el Arauca”!, pero vive también airosamente en las expresiones del peón patarrajada…Y si vamos a nombrar a otro venezolano deberá ser el Enrique Bernardo Núñez de Cubagua que nos introduce en los ojos de una calavera demasiado pequeña, centro de un ritual que acaso es más africano que indígena. Imposible es no mencionar en esta síntesis a Juan Rulfo con su Pedro Páramo. Todo allí es esplendidez de un castellano que transporta el dolor indígena azteca y maya, con su cercanía y amistad de los muertos. Habría que detener aquí la enumeración o podemos estirar el tiempo para evocar la máxima obra escrita en el continente, la biblia latinoamericana, Cien años de Soledad, donde un castellano de esencia andaluza, nos trasmite la alucinación con momentos de gran nostalgia, el progreso representado en las máquinas, la redondez mítica del tiempo y la de la tierra “redonda como una naranja”.

Detengamos aquí la enumeración de los portentos que el mestizaje produjo en la lengua latinoamericana, para citar por último a Jorge Luis Borges, cuya prosa ha sido comentada como milagro de traducción del inglés al castellano que es mestizaje también y que se desbordó en latinoamericanidad en el barroco cuento Hombre en la Esquina Rosada. Si los últimos serán los primeros es el momento para nombrar a Miguel de Cervantes y Saavedra. ¿Qué decir que no sea un lugar común, o pálida imitación de lo que han hablado los máximos talentos interpretativos de la literatura, que se han ocupado in extenso de la obra del manco de Lepanto?:

…si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta irreparable, pero de que me tengan por sandio los estudiantes que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite…

Indudablemente, valdría aseverar que en estas pocas muestras de nuestra literatura late, con la evidente excepción de Cervantes, la latinoamericanidad, esa de la cual nos habla Vasconcelos como producto de nuestra asimilación mestiza, mas no de la imitación. En esa síntesis está la fuerza de la latinoamericanidad y en ella debemos poner en los momentos actuales y en el futuro la fe.