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Palabras que vienen y van

La imaginería popular caracterizó a los académicos de la lengua española –al menos mientras laboraban a lo interno de la institución– como unos señores anticuados, majaderos y con vocación autoritaria, atentos a la menor disonancia en la práctica del idioma español para imponer entonces, desde sus respectivos sillones, identificados con añosos caracteres alfabéticos, su reprobatorio dictamen. La RAE, antes que como una academia, ha tendido a ser percibida como un tribunal y sus miembros como jueces o comisarios de la lengua.

Ellos mismos se ganaron esta percepción debido a su desempeño solemne, que por años se redujo a la divulgación periódica de unos boletines con aires de edicto imperial y a una edición “oficial” del Diccionario, que por su naturaleza zanjaba cualquier debate con el macizo argumento de su versión impresa.

Deslastrar esta perceptiva sensación del hablante pedestre, que de su parte no necesitó nunca de una autoridad idiomática para comunicarse con el prójimo, ha forzado el relajamiento de aquella soberbia actitud. Acortada la distancia con su domicilio fiscal en Madrid, la Real Academia Española se muestra ubicua y oficiosa, merced a sus medios digitales: una App, una dinámica ‘web’, un diccionario ‘on-line’, una utilísima cuenta Twitter, además de una serie de publicaciones que contribuyen a resaltar el esplendor de nuestro idioma, verbigracia las ediciones conmemorativas de ‘Cien años de soledad’ (García Márquez), ‘La ciudad y los perros’ (Vargas Llosa), ‘La región más transparente’ (Fuentes) o ‘Don Quijote de la Mancha’ (Cervantes).

‘Nunca lo hubiera dicho’ supone uno de estos esfuerzos, el más reciente, por reanimar la querencia de los hispanoparlantes por su lengua. Basada en la exposición de circunstancias que concitan la curiosidad del lector no especializado, se desgranan aquí cuestiones vinculadas a lo casual, a lo equívoco, a lo ocurrente que por afinidad se encuentra en el largo itinerario de nuestro idioma, nacido en las postrimerías del siglo XII y en plena efervescencia a la entrada del tercer milenio.

Se reconoce así, de paso, lo crucial que ha sido en su avance el factor humano, especialmente cuando desde la esencia de un determinado pueblo o grupo social renegó de los manuales de uso, tan caros a la academia. Si el español es una de las lenguas más complejas y evolucionadas del planeta lo es gracias a esta transformación que operó con el concurso de una masa que o bien lo acogió de buen grado, o bien se resistió a su influjo, que es otra manera de darle importancia a las cosas.

Transitando esta vía se puede comprender que la pureza de una lengua, su vitalidad, no está en lo apegados que se encuentren sus hablantes a la norma (eso que llaman el “arte del buen decir” o del “buen escribir”), sino en lo identificados que se sientan con ella. Que un escritor como Gabriel García Márquez propusiera en su momento “jubilar” la ortografía no era un desplante hacia el idioma español –no podía serlo en tamaño cultor de las letras–, sino su forma de expresar su respeto por él. Dominar, reverenciar, un idioma es comprobar cuán flexible puede llegar a ser, cuán permisivo, y por tanto el deber de aquel que lo practica es, parafraseando la letra de una balada referida al amor, “romperlo de tanto usarlo”.

¿Dónde se habla el mejor castellano?, se pregunta el libro en algún momento. Comprendido lo dicho, la pregunta es solo retórica o, acaso, lúdica. ‘Nunca lo hubiera dicho’ nos pasea por recursos y licencias literarias (metátesis, anáfora, sinécdoque) que en el fondo solo son permisos para jugar con las palabras. “Palabras que vienen y van” es el nombre de uno de sus artículos, pero bien pudiera tratar así, y colocarse bajo el rótulo de la “Real Academia Española” en el Palacete de Madrid, lo que en esencia define a nuestra lengua.