Costa Rica
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Competencia Perfecta: Por qué fracasaría el acuerdo con el FMI

El acuerdo suscrito entre el Gobierno de Costa Rica y el Fondo Monetario Internacional (FMI) se encuentra en una curiosa encrucijada. Aunque se antoje paradójico, si no es reorientado y reformulado con prontitud y sobre todo con profundidad, puede estar destinado al fracaso, aunque probablemente muchas de sus metas cuantitativas, especialmente en el ámbito de la ejecución presupuestaria, puedan ser cumplidas, incluso con holgura.

Ese podría ser su destino porque, de no introducírsele ajustes, el acuerdo vigente no pasará de simplemente constituir una fuente de financiación de los presupuestos durante el proceso de ajuste –algo ciertamente útil y necesario, en especial cuando se combinan elevados niveles de endeudamiento con altos costos de financiación– pero que, en lo estructural, poco o nada está aportando a que el proceso de consolidación fiscal sea sostenible, especialmente desde la perspectiva política y de rescatar el valor público inmerso en los bienes y servicios que provee el gobierno central.

Una parte de los problemas surge del diseño del proceso de ajuste, propiamente dicho. Los estrechos espacios políticos existentes llevaron a una propuesta que, luego de casi diez años de posposición y bloqueo por parte de grupos políticos y de interés, fue construida sobre la base de un aumento moderado de la carga impositiva –de 13% a 14% del PIB en promedio (el rendimiento de la reforma contenida en la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas)– y una fuerte restricción en el ritmo de crecimiento del gasto –a través de la creación de una regla fiscal– que haría declinar, con el tiempo, las erogaciones gubernamentales cuando se expresan como proporción de la producción, simplemente estableciendo que los presupuestos podrían expandirse a un ritmo que sería tan sólo una fracción del crecimiento nominal de la economía.

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Con este diseño básico, y según una aritmética bastante simple –y quizás ingenua– poco a poco se irían generando superávits primarios suficientes que, con la ayuda de financiación menos costosa, permitirían conjurar los riesgos del crecimiento continuo de la razón endeudamiento, hasta finalmente doblegarlos, y conducir a una razón deuda-producto con una trayectoria decreciente.

Pero ¿si las sumas y restas son correctas, entonces, por qué resultaría el proceso de ajuste en un fracaso? Los problemas surgen en la flexibilidad de los presupuestos gubernamentales y en cómo los recursos asignados atienden las demandas legítimas de la población.

La regla fiscal tal y cómo está diseñada, requiere que al mismo tiempo que se impone una restricción al crecimiento de los gastos gubernamentales, se pueda tener el espacio y la flexibilidad suficiente para poder reasignar recursos para satisfacer apropiadamente las demandas de las ciudadanías.

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Si esos espacios no existen, la regla fiscal se convierte simplemente en un ejercicio de recorte irreflexivo del gasto que, por lo general, conduce a la desfinanciación de programas fundamentales desde la perspectiva colectiva en favor de otras erogaciones más inflexibles, no por importantes, sino porque reflejan la captura de los presupuestos por parte de grupos de interés.

Un ajuste basado en estas premisas será un ajuste fallido. Primero, porque la sostenibilidad en las finanzas gubernamentales no es un fin en sí mismo, sino un medio para mejorar la capacidad del gasto y las intervenciones gubernamentales para proveer de bienes y servicios públicos –oportunos y de calidad– a la población.

Por eso, además de introducir límites al crecimiento del gasto urgen, dentro de las condicionalidades del acuerdo vigente con el FMI, medidas que ciertamente conduzcan a mejorar los espacios de presupuestación, garantizar avances en la calidad del gasto y, sobre todo, protejan sus componentes más importantes de las insensibilidades recortistas.

Además, un ajuste construido sobre esos cimientos falseados no resultará sostenible ni presupuestaria y, mucho menos, políticamente.

En el corto plazo probablemente las metas se cumplan y se reduzca el déficit presupuestario, y nos regocijaremos de ello, para al poco tiempo darnos cuenta de que lo que hicimos fue sustituir un desequilibrio presupuestario por un déficit de gobernabilidad que, al final, seguirá alimentando la deuda de convivencia democrática que acumulamos ya por varias décadas y debilitando, cada vez de manera más acelerada y progresiva, nuestra estabilidad política.

José Luis Arce, economista. (Jeffrey Zamora R)