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Editorial: El gobierno en tiempos de Petro

Los tiempos de Gustavo Petro han llegado oficialmente a Colombia. El domingo fue investido presidente, en medio de enormes expectativas ciudadanas y con una ambiciosa agenda de cambios con la que pretende transformar el país.

Su propósito declarado, en el que insistió durante el discurso de toma de posesión, es hacerlo más justo, pacífico e inclusivo, con responsabilidad económica y sin debilitar el marco democrático e institucional.

A partir de ahora, y durante los próximos cuatro años, deberá poner en práctica su proyecto, algo que requerirá claridad de rumbo, destreza política, complejos balances y paciencia de la población.

Más allá de lo cerca o lejos que estemos de su proyecto o de las dudas que abriguemos sobre su ejecución, el que una persona como Petro haya logrado convertirse en presidente de Colombia llama a razonable optimismo. Es ejemplo, por un lado, de su tenacidad y maduración personal; por otro, de la capacidad y resiliencia de la democracia colombiana, sometida a enormes embates durante décadas.

Tras militar en la guerrilla del M19 y cumplir prisión por ello, Petro decidió alejarse de la vía insurreccional y optar por la institucional. Comenzó entonces una intensa y persistente carrera política, que lo condujo a la Alcaldía de Bogotá, a varios años como legislador y dos postulaciones fallidas a la presidencia, siempre con posiciones de izquierda —que se han venido atemperando— y un manifiesto compromiso con los marginados y contra la arbitrariedad y la corrupción.

Su triunfo refleja un apego mayoritario de los electores a esta agenda, un rechazo de los políticos y agrupaciones más tradicionales del país y una capacidad del sistema para procesar los cambios por vías institucionales. Si no hubiera sido por esto último, ni la más ejemplar tenacidad personal le habría permitido convertirse en presidente.

Además de haber jugado por años dentro del sistema, Petro ha conformado un gabinete diverso, en el que puestos clave, como Hacienda, Defensa y Relaciones Exteriores, están a cargo de personas con gran experiencia y orientaciones centristas.

Nada de lo anterior, sin embargo, garantiza el éxito de su gobierno. Las ambiciosas promesas que ha planteado no podrán cumplirse con rapidez y, probablemente, tampoco en su totalidad. Entre ellas, están salud y educación universales y gratuitas (incluso la universitaria), garantía estatal de empleos, reforma agraria, respeto a los acuerdos de paz suscritos en el 2016 y prohibición de nuevas actividades extractivas, de las que depende en gran medida la economía colombiana.

Para hacer frente al costo de esta agenda, el lunes el ministro José Antonio Ocampo, de Hacienda, introdujo en la Cámara de Representantes una ambiciosa reforma tributaria, que pretende incrementar la recaudación en el equivalente a un 1,78% del producto interno bruto a partir del próximo año. Las fuentes serían, esencialmente, el 2% de la población con mayores ingresos, las empresas financieras y extractivas y los productos poco saludables o que amenazan el ambiente.

La rapidez de su presentación destaca la eficiencia del equipo económico. Ahora, sin embargo, vendrán complejas negociaciones políticas para aprobar la propuesta: aunque tanto la Cámara como el Senado han expresado su voluntad de colaborar con Petro, en ninguno de estos cuerpos su partido tiene mayoría. Su ejecución, además, deberá sortear una serie de desafíos sociales y judiciales de gran calado.

En su discurso del domingo, el nuevo presidente, además de insistir en sus propuestas conocidas, llamó a transformar la fallida estrategia de “guerra” contra el narcotráfico, promovida por Estados Unidos, a la que responsabiliza, con altos grados de razón, de haber debilitado a varios Estados latinoamericanos y generado cientos de miles de muertes, pero sin éxitos reales en reducir el consumo.

Hasta ahora no ha dado detalles sobre la nueva ruta, salvo llamar a abordajes más centrados en la prevención y despenalización, así como una “convención internacional”. Será, sin duda, una tarea larga y compleja, que requerirá intensa acción diplomática.

Nuestro deseo es que Petro tenga éxito en cumplir esos propósitos. De lograrlo, aunque sea parcialmente, dentro de la democracia y la responsabilidad macroeconómica, el impacto positivo de esa posible transformación sería enorme. Pero los riesgos de fracaso, distorsiones y regresiones se mantienen presentes. Para sortearlos, la visión y responsabilidad del presidente y su equipo serán esenciales; también, la del resto de las fuerzas políticas colombianas.

El avance de la ambiciosa agenda de Gustavo Petro dependerá de recursos, destreza política y apego a la institucionalidad. (JUAN BARRETO/AFP)